Esos pequeños placeres que nos otorga de vez en cuando el cine.
He confirmado con agradable placer que los directores octogenarios aportan vitalidad, juventud y sabiduría al cine, a medida que envejecen sus cuerpos.
Debemos ser concientes de lo que significa tener todavía entre la comunidad cinéfila a verdaderos próceres de la historia cinematográfica mundial como Claude Chabrol, Jean Luc Godard, Jacques Rivette (de quien se presentó su última obra en el último BAFICI), Agnes Varda (de la que se pudo ver ese poema autorretrato biográfico llamado Las Playas de Agnes en Les Avants Premieres) y Alains Resnais.
Se ha dicho que el director de obras cumbres como Hiroshima, Mon Amour; El Año Pasado en Marienband; Providence y Mi Tío de América se ha aburguesado. Decidió relajarse, crear comedias musicales, románticas menores.
Pero desde Conozco la Canción, pasando por En los Labios No, y Corazones hasta llegar hasta esta, su última obra, Las Hierbas Salvajes, Resnais sigue creando historias que desafían visualmente el espacio y tiempo diegético como se lo suele ver en la mayoría de las películas, y sigue experimentando con la técnica. Es probable que los guiones que lo acompañan sean algunos más banales y sencillos que otros, pero conservan el lirismo que caracteriza a su obra completa.
Las Hierbas Salvajes comienza con una narración en off que rememora a Hiroshima y Marienband… Un relato en presente… un pensamiento… una reflexión… una fábula, quizás.
Esta fábula con tono de film noir narra el (des) encuentro entre Marguerite y Georges. Ella una dentista solitaria, soñadora que acaba de ser robada, y cuya billetera va a parar a las manos del segundo, un hombre de pasado misterioso, temeroso, con demasiadas dudas… solitario, a pesar de estar casado, con oscuras fantasías. Georges se obsesiona con esta mujer que no conoce, y pronto el sentimiento empieza a ser recíproco. Una historia de amour fou (como le gusta decir a los franceses) donde un gesto dice más que mil palabras… Una mirada suspicaz, un roce de manos… un cine de fondo… un rojo… un azul…
Todo eso forma parte de la manera en que Resnais desfragmenta un pequeño incidente en consecuencias imprevisibles.
La armonía con la que Resnais hace uso de la cámara, calculando los tiempos de cada movimiento de los actores para que sean exactos y precisos, y no haya una acción azarosa…
El director nos envuelve dentro de este juego de personajes tímidos, con dulce melancolía, nostalgia, pero sobretodo mucho humor.
Además de encariñarnos con los personajes, la química generada por la extraordinaria pareja que forman Azéma – Dussolier (que trabajaron en las anteriores películas de Renais) llevan al espectador a volar con ellos en esta aventura de sugestiones. Donde a pesar, de la meticulosidad con que están compuestos cada cuadro, cada plano, ellos nunca transmiten la frialdad de los actores que no saben donde están parados, porque no son ellos los que llevan la película. La magia de Resnais a la hora de dirigir consiste en equilibrar la puesta en escena con la narración de forma que los personajes sigan siendo los protagonistas de la película, y los actores tengan la libertad para hacerlos propios, y ser los conductores del relato. Nunca estética o intérpretes se pasan por encima, sino que colaboran para crear un híbrido natural.
Emmanuelle Devos y Mattheu Amalric ayudan a crear pequeños personajes inspirados, trascendentes y demuestran con ellos, que ningún pequeño detalle se le escapa a Resnais cada vez que arma su propio universo, el cuál tiene un código personal, digno del realizador-autor, que será apreciado y distinguido por sus seguidores.
La fotografía a contraluz del experimentado Eric Gautier y los decorados fluorescentes de Jacques Saunier, aportan a crear la atmósfera necesaria para entrar en este micromundo de personajes patéticos, melancólicos, tristes pero esperanzados en encontrar el verdadero amor. No es de extrañar que la mayor carga de tensión se lea en un primer plano, o un plano detalle de una mirada, de una mano rozando la superficie de un coche, de una boca temblando sobre el parlante de un teléfono… ya sea en silencio o una voz en off, los segundos de expectación emocionan.
La música de Mark Snow, acompaña esos silencios y aportan suspenso a cada escena, aún cuando entendemos que no hay crimen de por medio, Resnais se encarga de engañarnos una y otra vez, alrededor del misterio y el miedo mismo que rodea a los protagonistas.
Es posible que tras el primer encuentro real de la pareja, la narración decaiga apenas un poco, pero la belleza y el lirismo con que un maestro del cine da el broche final, la última pincelada a su pintura, provocan que olvidemos los traspiés habituales de los guionistas, y admiremos la sensibilidad de un poeta contemporáneo que a los 87 años sigue sorprendiéndonos con su juventud, vitalidad y sabiduría.