Hernández Cordón realiza una película pequeñísima que se disfraza de docuficción y se apoya fuertemente en la gracia y la presencia de los actores.
Alfonso es músico. Toca la marimba, instrumento guatemalteco, especie de xilofón de madera más grande. Producto de una extorsión de unos malvivientes se queda sin casa, debiendo ocultarse y desocupado. Lo único que puede salvar es su marimba y la defenderá con uñas y dientes. En su trayecto se cruza con un Chiquilín ladronzuelo y con Blacko, ex satanista, ex evangélico, ahora judío ortodoxo y siempre músico metalero y médico. Este trío será el centro de Las marimbas del infierno, una coproducción guatemalteca-española que viene arrasando con los premios en cuanto festival se presenta.
Julio Hernández Cordón realiza una película pequeñísima que se disfraza de docuficción y se apoya fuertemente en la gracia y la presencia de los actores, lo que entrega momentos muy logrados y otros menores. Con esa falta de balance en contra y esa apuesta sin pretensiones a favor es que podemos rescatar cierta originalidad y simpatía en algunos personajes mientras que otros adolecen de intrascendencia o se asemejan a estereotipos. El registro a veces costumbrista tampoco ayuda pero cuando el exceso y el absurdo se sueltan asoman logrados intentos.