El heavy metal satánico como salvación
Producida con un presupuesto ínfimo en un país en el que el cine prácticamente no existe, el segundo largo de Hernández Cordón es una comedia artesanal, de una espontaneidad innegable, que sin embargo deja expuestas sus limitaciones.
Desde Miami hasta Valdivia, pasando por Torino y Morelia, casi no hubo festival y premio que se le resistiera a Las marimbas del infierno, el segundo largo del guatemalteco Julio Hernández Cordón después de su discutido debut con Gasolina (Bafici 2009). Producida con un presupuesto ínfimo en un país en el que el cine prácticamente no existe, Las marimbas... tuvo alguna ayuda económica en México y Francia, pero se trata de un proyecto eminentemente singular, hecho de manera casi artesanal por el realizador y un grupo de amigos, lo que le da al film una espontaneidad innegable, al mismo tiempo que desnuda sus limitaciones.
En los cinco minutos que anteceden a los títulos, en una suerte de prólogo que parece documental pero podría no serlo (la ambigüedad es la marca en el orillo de todo el film), un tal Don Alfonso explica a cámara que está siendo chantajeado por la “Mara”, una suerte de mafia de su país, que ha tenido que apartarse de su familia para no ponerla en peligro, pero de lo que no piensa separarse es de su instrumento de trabajo, la marimba. “Donde yo voy, tiene que ir la marimba; la marimba se va siempre conmigo”, afirma. Y como para ratificarlo, el instrumento tiene grabada la leyenda “Siempre juntos”.
El caso es que Don Alfonso no sólo la tiene difícil por la Mara. El trabajo escasea, los restaurantes para turistas prefieren prescindir del instrumento nacional guatemalteco para reemplazarlo por música grabada (“Me sale más barato un I-Pod”, le dicen) y para colmo un ex compañero musical le quiere arrebatar la marimba, por deudas supuestamente impagas, lo que deviene en una reyerta. Por eso Alfonso no duda mucho cuando Chiquilín, un muchacho de la calle que vive aspirando pegamento y sueña con ser estrella del pop, lo pone en contacto con Blacko, un veterano baterista, pionero del heavy metal local. Entre los tres, intentarán armar un grupo para ver si pueden capear la crisis y de paso ampliar sus respectivos horizontes musicales.
El planteo formal de Hernández Cordón es simple y eficaz. Como trabaja con personajes reales, que no son actores profesionales, privilegia las elipsis, los fuera de campo y los planos generales, de donde saca el mayor rédito, como esas mudas peregrinaciones de Alfonso por las precarias calles de Guatemala, en las que va empujando o arrastrando su marimba como si fuera una penitencia. Del trío infernal, el más interesante –y divertido– es Blacko, que parece entender sin problemas el humor al que aspira la película y que él es capaz de prodigar sin excederse en nada, apenas recordando que supo ser un rocker satánico cuando formó el grupo Sangre Humana, que luego perdió sus fans cuando se pasó al evangelismo y que hoy, además de fungir de médico clínico en un hospital local (donde por su aspecto no es bien visto por sus pacientes), adscribe a un culto cercano al judaísmo llamado “Leyes Noélicas” y que difunde en un hebreo aprendido por fonética.
El caso de Alfonso y, sobre todo de Chiquilín, es más problemático. Hay un aura inexorablemente triste, patética incluso, en ellos, y no parece que sea apenas un recurso de la ficción a la que se prestan. Que la película por momentos pretenda también –como con Blacko– hacer algo divertido con esos dos desamparados puede llegar a resultar incómodo, porque nunca están demasiado claros los límites entre el juego cómplice y la mera manipulación.