Relato desflecado que remite a cine viejo
Ema (Ana Celentano) está agonizando en la cama de un hospital pero a pesar de que está en coma, inexplicáblemente le cuenta a su nieta quién fue su abuelo Juan (Jean Pierre Noher), un ventrílocuo que varias décadas atrás se ganaba la vida como artista de variedades en un cine y estaba obsesionado con una marioneta de porcelana. Los detalles del calvario de ese personaje oscuro despiertan el interés de la niña y sobre todo de su madre Clara (María Socas), que desconoce quién fue su padre.
Desde ese momento la historia transcurre entre el malestar del presente de la nena y su mamá, que intentan reconstruir la historia familiar, y los largos flashback, donde se expone la triste existencia de Juan –que incluye un crimen nunca resuelto– y la relación que tuvo Ema y con una fantasmal niña, que no solo es físicamente similar a la que será su nieta en el futuro, sino que guarda una alarmante semejanza con la muñeca que lo acompaña en sus agobiantes jornadas pautadas por la miseria.
Había una vez un cine argentino –allá, en un período que abarca desde los lejanos ’70 hasta buena parte de los ’90–, un cine que tenía mucho que decir sobre la atormentada alma humana, cargado de significados, consciente de su importancia trascendental. Pues bien, ese nutrido grupo de películas, con poquísimas excepciones, fue el responsable de que se instalara la idea de que los films nacionales eran decididamente malos. Las voces de Pablo Torre (El amante de las películas mudas, La cara del ángel, La mirada de Clara), de Leopoldo Torre Nilson hijo, remite a ese cine viejo, hinchado de importancia, incomprensible, con una puesta pesada que confunde importancia con solemnidad, a los que le suma ciertos toques sobrenaturales que no hacen más que agregar elementos sin resolver a un relato de por si desflecado.