Leones

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

Vagabundeos del alma en un bosque metafísico

Sin el dato duro previamente validado, sería prácticamente imposible suponer que Leones está filmada por una cineasta sub-30, y mucho menos que se trata de un debut en largo después de apenas tres cortos. Construida con una prestancia, elegancia, seguridad y ambición que confluyen en la generación de un misterio por momentos hipnótico, el film de Jazmín López, producción nacional aunque también financiada con fondos holandeses y franceses, se erige sobre el control y la planificación. Basta ver los planos secuencia de varios minutos, el minucioso trabajo de sonido o las variaciones cromáticas para comprobarlo. Llegado a este punto, es justo atribuirle el mérito no sólo a la egresada de la FUC, sino también al resto del equipo detrás de escena, sobre todo a Matías Mesa, reconocido por su trabajo como operador de cámara en varios films de Gus Van Sant. Sin embargo, todo lo anterior es defecto a la vez que virtud. Es sabido que la sapiencia técnica es condición necesaria pero no suficiente para constituir una gran película, y Leones pierde algunos puntos cuando se ausculta aquello que subyace bajo la pulcritud de su forma.

La corteza temática y geográfica de la ganadora del Premio del Jurado en la Competencia Internacional del último Bafici remite a otro hijo dilecto del festival porteño, Los salvajes. Al fin y al cabo, y tal como ocurría en el debut en solitario de Alejandro Fadel como realizador, aquí el bosque se despliega como un escenario onírico –¿pesadillesco?– y metafísico al que originalmente se lo concibe como de tránsito hacia un objetivo mayor, pero que sin embargo terminará operando como ámbito de quiebres, cambios y revelaciones de los protagonistas. Protagonistas que son cinco jóvenes (dos chicas y tres chicos) de los que originalmente se sabe poco y nada. Esa dosificación informativa es funcional al tono sugerente del film, pero a la larga también contribuye a un involuntario aislamiento de los integrantes del quinteto dentro de las particularidades de su microcosmos, imposibilitándolos de adquirir una carnadura transferible a la pantalla grande.

Lo que sí se sabe es que están unidos por vínculos disímiles –hermanos, amigos, amigovios– y se perdieron cuando rumbeaban a una casa ubicada en las cercanías de la costa. Mientras intentan reencontrar el camino, marchan por entre la tupida vegetación jugando a configurar frases de seis palabras, se ríen, boludean, se quejan e incluso filosofan sobre la existencia de Dios, la posibilidad de un mundo sin absolutamente nada ni nadie y –atención– la muerte. Si a eso se suma que López, ya convertida en una virtual caminante rezagada, retrata a sus compañeros desde las espaldas y exhibe en primer plano la herida sangrante en la sien de una de las chicas, podrá presuponerse que no todo marcha según lo planeado.

Conviene ponerle punto final a la descripción argumental, ya que el film guarda para su último tercio una circunstancia que reescribirá todo lo anterior, aunque vale adelantar que el objetivo germinal de seguir el periplo del grupo se mantendrá inalterable. Seguimiento que de espontáneo tiene poco y nada. Al contrario, si hay algo para achacarle a López es la imposibilidad de lograr que la planificación casi maquinal no se imponga por sobre la película misma. Así, por momentos da la sensación de que el film parece asfixiarse en su propio procedimiento, preocupándose más por la rigurosidad técnica que por la suerte de sus protagonistas. El resultado es, entonces, la involuntaria exhibición de las costuras de su mecanismo. Basta oír los parlamentos, todos dichos con la limpidez absoluta de un doblaje posterior, para entender que Leones es parte iguales de excelencia y gelidez.