¿Qué nos hace escoger una película? Lo único que conocía de Lo que fuimos (2018) cuando vi su afiche en la entrada del cine, aparte de su reconocido elenco, era que Blythe Danner había sido considerada durante la temporada de premios de principios de año para la categoría de actriz de reparto. Quienes hemos seguido los Óscars durante más de veinte años, sabemos que la Academia (como cualquier premio) adolece de ciertos vicios de los que les cuesta escapar, así como también emprende cambios que por lo menos nos hacen creer que sus organizadores siguen pensando el premio más de noventa años después de fundado.
El vicio en cuestión en este caso no era uno solo. Primero, las categorías de reparto suelen funcionar como un premio honorífico camuflado en una categoría competitiva. Son los casos recientes de Allison Janney, ganadora por Yo, Tonya; Robin Williams por Good Will Hunting, Morgan Freeman por Million Dollar Baby o Alan Arkin por Little Miss Sunshine. Estamos claros que con estos ganadores tal ‘deuda de reconocimiento’ (quién duda de la calidad interpretativa de ellos) no era el único factor para premiarlos. Si algo comanda la historia de la mencionada Million Dollar Baby, por ejemplo, es la voz cavernosa de Freeman. O la sonrisa condescendiente de Robin Williams adquiere un matiz de madurez en su rol de profesor.
Pero es donde caemos en la segunda razón, que vincula más aún a Blythe Danner, una actriz con larga trayectoria en distintos medios: los personajes que padecen una enfermedad son más atractivos para el Óscar. Desde Vivien Leigh hasta Cate Blanchett, ha habido muchos premiados o nominados por interpretar alguna incapacidad. La misma protagonista de Lo que fuimos, Hilary Swank, ganó un segundo Óscar (en gran medida) porque era incapacitada durante el desarrollo de Million Dollar Baby; y la primera nominación de Michael Shannon, quien interpreta a su hermano, fue por interpretar a un personaje con un problema psiquiátrico.
Ahora, ¿qué pasa con la película de Elizabeth Chomko? Relata las enrevesadas vidas de una familia donde Ruth, la madre interpretada por Danner, padece de Alzheimer; el padre (Robert Forster) sufre del corazón y ayuda a su esposa con devoción, y la hija (Swank), quien vuelve a Chicago para ocuparse de su madre, está insatisfecha con ciertas decisiones de su vida. El único que parece estar satisfecho consigo mismo es el hijo (Shannon) quien se ha encargado de sus padres hasta entonces. La trama plantea varios conflictos a resolver y aquí está la primera complicación. Apelando al humor, en distintas ocasiones, confluyen varias discusiones entre ellos en una sola escena. Y lo que debería ser gracioso, en manos de Chomko se diluye y distrae.
Esto pareciera ocurrir porque los personajes dan la impresión de estar emocionalmente amputados. Esta expresión puede ser ampulosa, pero es palpable por la escasez de primeros planos donde podamos hacer empatía con las expresiones de los actores. Chomko, ganadora del premio Nicholl por el guión, prefiere grabar las escenas de forma lateral o con planos medios para incluir a más de dos actores en una misma toma. El resultado genera impotencia, porque los diálogos no dejan de apelar a nuestra emocionalidad: las típicas escenas de “por favor recuérdame cuando me olvides” están, como también la manifestación de las insatisfacciones de los personajes o el reconocimiento por parte del padre hacia un hijo que parecería el menos exitoso de toda la familia. Los contados primeros planos ocurren en la intimidad de las camas donde se acuestan los personajes. La leve complicidad provocada por esta decisión llega tarde, de todas maneras.
Sabemos que ‘lo lacrimógeno’ no es indefectiblemente un valor negativo, si bien la connotación peyorativa también remite al efecto molesto de tal arma en el organismo. En una entrevista del Globe and Mail, Chomko reconoce sin tapujos haber llorado persistentemente durante la filmación. Vemos películas no sólo para reflexionar, sino también para asustarnos, para reír y para llorar. Pero si no ocurre esto ante una obra a la que le pedimos tal sentimiento, surge la decepción. Sobre todo, si además el final de la película está matizado con una idealización de la enfermedad que es, francamente, engañosa. En un plano general, madre e hija están reunidas en medio de un jardín de rosas blanquecinas donde, por supuesto, la hija le muestra el colgante con la foto de sus padres para que los recuerde.
Ahora, cuando Bridget arma todo un plan para reencontrarse con el que, intuimos, fue un amor de la adolescencia: Eddie (Josh Lucas). Su decisión es torpe, como también lo es la preparación de tal plan. Un plano/contraplano de ambos en el descanso de las escaleras del edificio nos asoma la historia que pudo ser y todavía pudiera ocurrir: Eddie, en un plano medio, tiene un muro de ladrillos de fondo y Swank, en otro plano medio, sonríe con su dentadura prominente que le da esa rareza a su fisonomía tan de ella, tan humana por su “rasgo distintivo”. Cada uno está en tomas diferentes y nos basta el diálogo de ella sobre las preguntas que se hace de noche, en la cama, junto a su marido. Es valioso porque lo que sigue es un gesto de cercanía frustrada y que será el motor del personaje. Podemos imaginar que ha quedado una grieta en el muro de ladrillos, en la expresividad hermética entre ambos, y no habrá más que estas pocas palabras cómodas del uno hacia el otro.