Los Nieto son una familia ligada a la delincuencia en el sur del Gran Buenos Aires. Está el padre (Daniel Fanego), un “pesado” ya sexagenario que lidera la banda; su yerno Boris (Alberto Ajaka) y un novato impulsivo y no demasiado confiable que acaba de salir de la cárcel y al que apodan El Potrillo (Ezequiel Baquero). En cambio, su hijo Marcelo (Luciano Cáceres) ha optado por abrirse y subsistir con un empleo “digno” como agente de seguridad privada.
Nieto padre es quien arregla los golpes (secuestros extorsivos, asaltos, robos, apretadas) en connivencia con Molina (César Bordón), uno de los comisarios de la zona. Su objetivo es, con el fruto de los sucesivos golpes, dejarle algo a su hija Nati (Anahí Gadda), quien planea abrir una peluquería, intentar un acercamiento con Marcelo y en algún momento retirarse a pescar en una precaria casa que tiene junto a la Laguna de Lobos.
En su séptimo largometraje, Durán construye un thriller negro de impronta suburbana (buen uso de las calles de Avellaneda) sobre las lealtades familiares, la culpa, la venganza, las diferencias generacionales, los dilemas éticos y morales, y cierto sino trágico que de manera inevitable sobrevuela en este tipo de grupos y actividades en el submundo delictivo.
Más allá de su planteo sencillo y por momentos sin demasiados matices, la película escapa afortunadamente tanto de la glorificación como de la denuncia horrorizada. Los personajes tienen sus aspectos nobles y sus bajezas, contradicciones íntimas que los invaden en situaciones banales (una fiesta de cumpleaños infantil) o extremas (un robo que no sale como estaba planeado). En definitiva, un más que digno exponente de género construido con una narración prolija e intérpretes que sintonizan a puro profesionalismo con el tono elegido.