Agobio barrial y la cerrazón de una familia
La película indaga en la vida delictiva de una familia que intenta resolver sus problemas afectivos y económicos.
Es sintomático que el director Rodolfo Durán (Vecinos, Cuando yo te vuelva a ver, El karma de Carmen), haya optado por contar una historia desde los parámetros del cine negro en los tiempos que corren. Sensibilidad pertinente, desde ya, de acuerdo con el clima -político, social- que se respira. Y lo hace con una película que se recorta y construye desde una sensación de agobio barrial y cerrazón familiar. Lobos, de hecho, es palabra de semántica animal, con ribetes de manada y cuidado por los propios.
Los Nieto son el grupo personaje, el cuerpo familiar que opera como unidad. El líder es el padre (Daniel Fanego), vértice de una pirámide que se organiza en torno a la complicidad y los trabajos destinados a la plata rápida. En suma, una familia de clase media que sobrelleva el día a día, con tantos o menos sueños como cualquier otra, y con la cotidianeidad que significa el gran Buenos Aires.
Desde una perspectiva cercana -pero lejana, ya que las propuestas de ambos films son enteramente diferentes-, el japonés Hirokazu Koreeda plantea en la reciente Somos una familia los avatares de un grupo familiar que hace del robo una forma de vida, a la que hay que aprender y saber compartir (cuestión todavía mucho más compleja, ya que es la misma conformación de ese grupo familiar la que adquiere una problemática similar). En el caso de Lobos, de igual manera, el apoyo mutuo es también signo solidario. Robar es un riesgo compartido. Pero es la única manera de obtener lo que de otro modo no se podría.
En este sentido, es fundamental el contraste que la película de Durán plantea entre sus primeras secuencias: luego del atraco violento, el padre y su yerno (Alberto Ajaka) llegan con regalos a la familia; entre éstos, una caña de pescar para Marcelo (Luciano Cáceres), ese hijo que parece resistirse al mandato paterno. Marcelo está empecinado en su trabajo como guardia de seguridad barrial, aposentado en una esquina. La caña de pescar, objeto que éste mira con recelo, no deja de ser la evocación de algo que entre padre e hijo se ha roto. Volver a pescar juntos podría devolver el nexo perdido. Con el escenario que significa ese otro lugar, parecido a un paraíso caído, que es la casita que la familia todavía tiene en Laguna de Lobos.
La virtud del film está en adentrar al espectador a partir de problemáticas que son conocidas y compartidas por cualquier familia. El robo, de esta manera, surge como una solución o práctica más, como ese trabajo que habilita al acceso de un bienestar vedado. Para llegar a ese dinero hay que trabar lazos, y es en estas amistades donde se fraguan las ambivalencias morales. De este modo, Nieto codea palabras y acuerdos -fastidio mediante- con el comisario Molina (César Bordón), garante de esos trabajitos en donde la guita corre por parte (más o menos) iguales. A Molina parece que se lo conoce desde hace mucho, proveedor como es de ciertos favores (que con favores se pagan).
La virtud del film está en adentrar al espectador a partir de problemas compartidos por cualquier familia, donde el robo es una práctica más.
En este sentido, es sustancial detenerse en el personaje de Luciano Cáceres: Marcelo es guardia de seguridad, no quiere ser como su padre, y su profesión no es la misma que la de un policía. Está en un umbral, un límite que lo mantiene en equilibrio precario, cercado por ambas partes. Además, por esa misma esquina en la que él se mantiene estoico, pasea también la mujer que lo desea. Él, con su mirada hundida, parece no dejarse afectar. Cáceres tiene el rostro pétreo, casi cincelado, con ojos de tristeza clara. Está retenido en un lugar incómodo, pero no hay seguridad alguna sobre su estabilidad. Tarde o temprano, los hechos lo llamarán a comparecer y él deberá decidir.
De esta manera, Lobos atiende a la premisa que roe a la mayoría del cine negro: el destino espera con paciencia inevitable. Un devenir que el espectador presiente desde la progresión de ciertas acciones y estados de ánimo. Nieto se siente viejo, cada vez más solo. La evocación de su mujer se perfila durante la visita a la casita herrumbrada que descansa en Laguna de Lobos, ese lugar que ella prefería. Un tiempo ido al que la nostalgia intenta mínimamente atrapar. La caña de pescar es otro de estos intentos. Tal vez se puedan pasar allí los últimos años de vida, a la manera de un recuerdo inasible. Pero el sueño tuerce en pesadilla, porque tal vez nunca hubo nada diferente.
Lo que más se disfruta en Lobos es la primera parte de su desarrollo, durante la presentación de sus personajes, los móviles cifrados que les acompañan, los vínculos de a poco sugeridos. La delineación de este (sub)mundo se vuelve atrapante, porque -como ya se dijo- implica al espectador en una misma cotidianeidad. Mientras los hechos se suceden, se sobreentiende la moral que les acompaña. Así como la organización social respecto de la cual Nieto no es ningún vértice de pirámide sino, antes bien, apenas parte de una gran base que la sostiene.
Este rasgo es sumamente atendible, ya que destaca al líder de la banda delictiva como un jefe que no deja de ser un súbdito. Un engranaje más, por encima del cual se erige una cadena que necesariamente pasa por la policía, hasta arribar a los lugares que el espectador suponga o quiera agregar. Además, como otro rasgo sustancial, Lobos desperdiga su acción entre ambientes de una fisonomía accesible, reconocible, pero a la vez cubiertos de sospecha, como ámbitos de pasaje, destinados a alterarse en su composición -comprados, pintados, asaltados, deshabitados-.
El único lugar que podría oficiar como lazo afectivo, con algún resabio de otros tiempos, es el que está en la Laguna. Hacia allí, entonces, habrá de dirigirse el asunto para dirimirse. De todos modos, es esto lo que hará que también ese lugar sea de una vez por todas tan percudido como cualquiera de los otros. No es algo que suceda por alguna especie de "virus" o cosa parecida que los protagonistas porten -retórica que en todo caso corresponde a ciertos retratos televisivos y tendenciosos-, sino porque es una misma organización social, enfermiza y corrupta, la que culmina por arrojar fuera de sí sus dardos de veneno.
La resolución es algo precipitada, porque prefiere la acción como forma dramática. Al hacerlo, deja sin ahondar aquella mella afectiva en la que Marcelo estaba estancado. Haber persistido en ello, habría hecho de Lobos una película más dolida. De todas formas, el perfume podrido de un mundo caído en desgracia es lo que sobresale.