Ante el dolor de los demás
Hay algo que me resulta completamente irresistible en la última película de Alexander Payne y que aparece casi desde el vamos, acompañando ya el segundo plano de Los descendientes. El primero de los planos que vemos es una secuencia en sí misma, la imagen de una mujer con la cara al viento y expuesta a la velocidad y a las gotas del agua de mar. A los pocos segundos queda claro que la fuerza retrospectiva de la toma precedente reside en que la mujer está ahora en coma, postrada en una cama de hospital: “Hawai es como cualquier otro lado, hay tránsito, hay sufrimiento, hay inconvenientes de toda clase. Yo, por ejemplo, estos días estoy todo el tiempo lidiando con sondas, tubos y enfermeras” anuncia más o menos la voz en off de George Clooney, que encarna al protagonista de la película cuya esposa acaba de sufrir un accidente terrible. Esa voz es igual, pero igual, a la de Lou Reed cuando charla sobre el fondo eléctrico de alguna de sus canciones. El ritmo es el mismo; su intención y sus vaivenes, en los que se advierte la carga sólida de distanciamiento, aprehensión, dolor soterrado e ironía cósmica, podrían ser también los mismos que Reed hereda en parte de algunas páginas selectas de la novela negra y vuelca en su música. Como en el disco Magic & Loss, por caso, un estudio cantado con estatura de semiclásico sobre la pérdida y sobre el estupor que nos embarga a los vivos frente a la desaparición de nuestros semejantes cercanos –pero sin sus repentinos bajones de autoindulgencia rockera, en los que el espíritu de tánatos es a menudo una prolongación básica y automática del sonido de la guitarra eléctrica–, Los descendientes empieza como un golpe magnífico, actuando relajadamente pero sin concesiones sobre el espectador para sumergirlo sin que se dé cuenta en ese clima de angustia desapegada que constituye un elemento importante en el cine de Payne.
La película resulta un drama pausado y elusivo, sutilmente engalanado con delicados brotes de humor que revelan una vocación por la comedia ejercida también en sordina. George Clooney juega su mejor veta humorística como padre de una chica de diez años y de otra adolescente, dos criaturas rebeldes y extrovertidas en plena guerra con las circunstancias difíciles que les tocan en suerte. Hay algo amargo y a la vez desesperadamente cómico en el modo que Clooney –que ya recibió la noticia de que su mujer se encuentra en una situación irreversible y solo es cuestión de que se decida cuándo desconectarla del respirador que la mantiene en estado vegetativo– marcha con su hija menor a la rastra para buscar a la mayor y se la encuentra de juerga en la playa. “Fuck mum!”, le contesta la chica cuando el padre le dice que vino por ella porque su madre la necesita. Los descendientes también es una comedia iluminada por dentro con el dejo de un dolor indecible, una fuerza dramática que se expande sigilosamente por su interior y le otorga ese aire tan característico en algunas películas de Payne, en especial La elección y Las confesiones del Sr. Schmidt, en las que una corriente secreta de sufrimiento no asumido se dedica a horadar la estabilidad emocional de los personajes y a conducirlos hacia un inesperado agujero negro con ribetes de tragedia absurda.
El director parece sin embargo no estar preocupado por los aspectos más decididamente dramáticos de la historia que tiene entre manos. Los descendientes se despliega de manera relajada y sorpresiva en dos o tres tramas que aparentan fluir una sobre otra –la infidelidad de la mujer en coma por un lado y el asunto inmobiliario por otro, a las que se podría sumar, como una línea única, las relaciones familiares complicadas planteadas desde el comienzo: del personaje de Clooney con sus hijas, pero también con su suegro– y que en el ritmo interno de la película constituyen una serie de movimientos de deriva y concentración alternadas que se ejecutan como de casualidad y animados por una tensión invisible: a pesar de su evidente núcleo de desdicha, Los descendientes parece por momentos un objeto colorido, que se disgrega y flota ligeramente y termina envolviendo en un mismo impulso común de afecto y serenidad a todos sus personajes.
Parte de la pudorosa artesanía de Payne es la de dotar al conjunto de una emoción genuina y reconocible sin perder nunca de vista del todo el trazo de contenida tristeza que recorre de punta a punta la película. Cuando Clooney se mide por primera vez con el noviecito de su hija adolescente que se está quedando en la casa familiar para contener a la chica, la película alcanza uno de sus picos máximos de comedia agridulce. El chico le describe sus destrezas en el arte de la cocina y menciona como al pasar la muerte prematura de su padre. El encuadre democrático de Payne releva a Clooney de la responsabilidad de sostener el peso de la escena y consigue de paso una cosa fundamental, que es mostrar cómo el chico se transforma y se inviste de una insospechada riqueza y complejidad ante la mirada del hombre al mismo tiempo que lo hace delante del espectador.
Pero además, como un elemento extra de su ostensible devoción por situar adecuadamente a los personajes en un contexto coherente y verosímil, Payne le quita todo el lastre de tarjeta postal al Hawai de su película y se conduce con una sensibilidad creíble y gentil que hace que la belleza no impostada de las locaciones se integre con gracia y pertinencia a la acción y al desempeño de los actores. En algún punto, Los descendientes podría ser considerada también como un recorrido de las figuras por el paisaje. Hay una contundente sensación de comedia física en el trote inesperado de Clooney cuando se acaba de enterar de que es cornudo, en los recurrentes vagabundeos en auto de la familia o en las grotescas escaramuzas y pequeños actos de espionaje delante de la casa del marido infiel que tuvo una aventura con la mujer que yace ahora en su lecho de muerte. También, el notable puñado de canciones folklóricas hawaianas auténticas que puntúan el relato (no hay prácticamente otra música en la película que la de esas canciones), entre las que se destacan algunas del extraordinario Gabbi Pahinui, parece otro de los gestos de delicadeza y distinción con los que el director se empeña en apartarse de los repetidos usos turísticos de Hawai, que en Los descendientes tiene toda la pinta de ser un paraíso tan paradójico como poco probable.