Secretos de familia en Hawaii
Si hay un punto que une a las cuatro películas de Alexander Payne es su habilidad para construir guiones y transmitir historias que no se parezcan al modelo hegemónico industrial de Hollywood.
O, por lo menos, si no se diferencian tanto, que se disimule a través del tono, cambiante y fugaz, donde confluyen momentos agradables y asordinados, bordeando el patetismo pero sin caer en los lugares comunes con tal de esquivar las convenciones. Es decir, es un director astuto y allí está la opera prima La elección (su mejor película), la sobrevalorada Entre copas y la fallida (con responsabilidad importante de Jack Nicholson) Las confesiones del Sr. Schmidt. Dentro de esas gambetas de guión y diferentes tonalidades fluctúa Los Descendientes, que probablemente gane algún Oscar (acaso Clooney como actor, tal vez mejor adaptación), una película que parece representar el más extremo lugar que permite Hollywood a una (supuesta) independencia dentro del sistema.
Payne sabe de esto y vuelve a recurrir a su habilidad para pergeñar una trama donde los afectos familiares están deteriorados y una situación límite actúa como condicionante en el comportamiento de los personajes. Es lo que le ocurre al líder de familia que encarna Clooney, quien debe contener a sus dos hijas preadolescentes ya que su esposa, infiel a él, se encuentra en coma por un accidente.
Esta historia, la principal, convive con aquella en la que el personaje deberá decidirse por una millonaria venta de tierras donde están implicados otros familiares cercanos. Entre esas dos tramas surge Hawaii como paisaje ideal y soñado, cuestión que la película utiliza con mayor o menor propósito turístico, pero indisimulable frente a un argumento que parece contar la vida de una familia millonaria que carga con su propia tristeza.
Allí, justamente, está presente la habilidad de Payne: pelear contra los lugares comunes, tensionar los límites un modelo de representación archiconocido dentro de la temática “familia con problemas”, entrometerse en la obscenidad ostentosa del dinero, hacer confluir un drama atroz con instantes de comedia risqué, siempre con el sustento del guión atrás, de la escritura perfecta, de la banalidad que rodea a la película.
En efecto, Los Descendientes es pura banalidad pasatista concebida por un director sagaz que habla de los afectos, la condición humana y todo aquello que puede adornar una crítica constituida por lugares comunes. La historia del padre y sus hijas, por otra parte, se impone a la del litigio por las ventas de esas tierras paradisíacas, pero esto poco importa, porque Payne ordena los materiales con astucia para complacer a un espectador que desea emociones fuertes, y al mismo tiempo, contenidas. Al fin y al cabo, es una película perfecta donde traslucen todas sus costuras, su sello inconfundible de relato con gente de guita que carga con taras y traumas y con una tristeza que se disimula en los amaneceres y anocheceres de Hawaii. Una notoria perfección que nunca condice con una película recordable a largo plazo.