Cuando la crisis ofrece una nueva oportunidad
El director de Las confesiones del señor Schmidt y Entre copas vuelve a poner en el centro de la escena a un hombre maduro en plena crisis, en una agridulce mezcla de comedia social y drama personal que también es otra de las marcas de fábrica de Payne.
Aunque no lo parezca, las cosas están difíciles para Matt King. Como él mismo reconoce en el monólogo interior con el que se abre Los descendientes (candidata a cinco premios Oscar, entre ellos a la mejor película y actor), todo el mundo piensa que en Hawai nunca hay problemas, que la gente vive allí como si estuviera permanentemente de vacaciones, que en ese paraíso de playas, mar y surf la vida siempre es luminosa como el sol. “Bueno, por si quieren saberlo, yo hace quince años que no me subo a una tabla de surf”, ruge Matt (George Clooney). “¿Y el paraíso? Por mí se puede ir a la mierda...”
Tiene sus buenas razones para estar alterado, dolido, angustiado, furioso. Su mujer, con la que venía atravesando una vieja crisis, acaba de tener un accidente motonáutico y está internada en un coma irreversible. Justo cuando él pensaba reabrir el diálogo, descubre que ella ya no lo puede escuchar, que ya no va a despertar. Y que como padre, si él –un abogado siempre taaan ocupado– acostumbraba ser un mero suplente, ahora tiene que jugar de titular. Y que con dos hijas (una de 10, otra de 17) no sabe siquiera por dónde empezar.
Se diría que los hombres maduros en crisis son la especialidad del director y guionista Alexander Payne. En Las confesiones del señor Schmidt (2002) un Jack Nicholson recién jubilado y rezongón se embarcaba en un viaje para recuperar los lazos afectivos con su hija y, en el camino, terminaba descubriendo cosas de sí mismo que nunca hubiera imaginado. Y en Entre copas (2004), esos dos amigos de cuarenta y pico, inmaduros como niños, también salían de viaje, con la excusa de la cata de vinos, para que al final les quedara un gusto demasiado acre en la boca, la resaca de una vida que pudo haber sido y no fue.
Esa delicada, difícil, mezcla agridulce de comedia social y drama personal también es otra de las marcas de fábrica de Payne, que vuelve a manifestarse ahora en Los descendientes. A pesar de la situación trágica con la que arranca la película, el tono al comienzo es esencialmente humorístico. Ya se sabe: la acumulación de desgracias suele provocar la risa. E infortunios no le faltan a Matt King: su hija menor, Scottie (Amara Miller), tiene todo tipo de problemas en el colegio y a la mayor, Alexandra (Shailene Woodley), la primera vez que la ve en meses la encuentra borracha y, a la segunda, se le aparece con una especie de novio que Matt considera “un retardado” y que se convertirá, a su pesar, en su sombra.
La carga familiar y el peso social, sin embargo, irán agregando densidad a la trama, hasta que en el film logren convivir –como si se tratara de la figura del yin y el yang– una cara ligera y luminosa y otra más pesada y oscura. Una infidelidad de su esposa que Matt intentará develar y la animosidad de su suegro (el estupendo Robert Forster), que se hace manifiesta después del accidente, le agregan penitencias a la espalda del agonista. Pero hay un lastre de fondo, que hace al tema central del film, a su metáfora y que es la razón de su título.
Como heredero y administrador del fideicomiso familiar de una vastísima porción de tierra virgen en una de las islas del archipiélago, Matt debe decidir –al mismo tiempo que acompaña la agonía de su esposa– la venta y loteo de ese predio. Y de su decisión están pendientes no sólo todos sus primos, que esperan hacerse millonarios (entre ellos el magnífico Beau Bridges), sino también buena parte de la sociedad de Hawai, porque un complejo hotelero en esa zona puede alterar, para bien y para mal, el equilibrio económico y ecológico del lugar. ¿Hasta qué punto esa disociación entre Matt y sus mujeres no tiene que ver con el desapego hacia esa tierra donde pasó sus mejores momentos, de la cual él es un auténtico descendiente y a la que luego le dio la espalda?
Esa responsabilidad va cargando de peso el sentido del film, de la misma manera que la sombra insidiosa de la muerte, aun en sus momentos más ligeros. Los apuntes sociales, asimismo, son varios y van más allá del retrato levemente satírico de esos pequeño-burgueses en camisas floreadas y ojotas. Si hay algo, sin embargo, para cuestionarle a Los descendientes es que se nota demasiado su mecanismo, como si Payne pulsara diestramente, como un operador consumado, los botones de la risa y de las lágrimas, pero al mismo tiempo no pudiera evitar que se vean los cables. Y algunos están demasiado a la vista.