Una combi, tres chicos y tres chicas
Eso es todo lo que necesita el director español, que con un grupo de amigos y una cámara de fotos consiguió una serie de instantáneas, de momentos robados, que tiene en el cine de Eric Rohmer a su manifiesto “líder espiritual”.
Jean-Luc Godard sostenía que con un auto, una pistola y una chica bastaba para hacer una película. En Los exiliados románticos, Jonás Trueba parece proponerse parafrasearlo con una combi, tres chicos y tres chicas. El hijo de Fernando Trueba filmó su opus 3 con los más mínimos de los mínimos recursos: equipo reducido, actores amigos, camarita de fotos y doce días de rodaje (la quinta parte de lo que se considera normal para el cine “profesional”). Con eso le salió una película que, como una serie de instantáneas (¿tendrá algo que ver el instrumento con el que la filmó?) es de momentos robados. Algunos de esos momentos permiten avizorar lo que pasa más que otros. Pero todos dejan ver sólo una parte, un fragmento, un instante de una totalidad que los excede y nos excede. Nos asomamos a ellos como a través del ojo de una cerradura. O de un telescopio, como lo hace en un momento una de las protagonistas. Profesión de fe realista, baziniana, que sostiene que el cuadro cinematográfico es apenas el recorte de una realidad que lo supera, de un fuera de campo que lo contiene. Curioso realismo, el de una película que desde su título predica lo aparentemente contrario, y mantiene una tensión entre esos dos polos opuestos. Como por otra parte sucedía en el cine de Eric Rohmer, manifiesto “líder espiritual” del film.
A Francesco (Francesco Carril, protagonista de Los ilusos, film previo de Trueba) le gusta ir al cine. Isabelle (Isabelle Stoffel, coprotagonista de Los ilusos) quiere tener un hijo. Eso es todo lo que se sabe sobre los seis protagonistas a lo largo de la película. El resto es lo que hacen, y lo que hacen no es precisamente andar cazando osos o fundando países. Vito (Vito Sanz, coprotagonista de Los ilusos), Francesco y Luis (Luis E. Parés) parten en combi de Madrid. A dónde van y para qué no se sabe: más que un compañero de viaje, el espectador de Los exiliados románticos es invitado a ocupar el lugar de testigo mudo. En la primera parada nocturna, algunas bromas con el pijama de Francesco, dichas medio al pasar. A la mañana siguiente aparece Renata, la chica del telescopio (Renata Antonante), que tiene una historia anterior con Francesco. Hablan en italiano, comentan un libro de Natalia Ginzburg, Francesco dice algunas pavadas sobre el tener cosas en común o no.
Segunda parada: París. Almuerzo en lo de Isabelle y un par de amigos. Diálogo sobre los exilios durante la Guerra Civil, tema en el que Luis es experto. Luis tuvo historia con Isabelle, se nota que está a la expectativa. Van a un “clubcito” a ver a una cantante que se llama Miren Iza. Al día siguiente, Vito, el más romántico de todos, repasa su declaración de amor en francés y se encuentra en los Jardines de Luxemburgo con una belleza por la que está perdidamente enamorado y se entiende (Vahina Giocante es el eufónico nombre de la chica). De vuelta a casa, declaración de irrealidad total por parte de la película (la cantante viene justo detrás de ellos en la ruta, cantando, y ellos la escuchan con acompañamiento instrumental y todo desde la combi), encantador numerito musical alla Godard y finale en largo plano fijo, con los cinco que quedan sumergiéndose en un lago, con poca o ninguna ropa.
¿Qué es lo rohmeriano de Los exiliados románticos? La impecable distancia narrativa, emocional y cinematográfica desde la que está contada: sólo se sabe lo que se ve, los personajes no andan derrochando emociones –pero a todos los mueven los sentimientos amorosos– y los planos cortos son infrecuentes. “Su andar es sereno”, se diría de ella si fuera un auto, y a diferencia del realizador de Mi noche con Maud los personajes no son de mucho hablar. Tal vez no hubiera estado de más algún charlatán, para romper un poco esa serenidad tal vez demasiado pareja.