Esta sorprendente opera prima protagonizada por el propio director y Jimena Anganuzzi se centra en un hombre solitario que debe hacerse cargo de su hijo pequeño tras la muerte de la madre, pero que no está seguro de poder. Un drama seco, intenso y honesto. Y una de las mejores películas argentinas del año.
César vive en el conurbano y trabaja en una humilde fabrica de globos. Su vida parece reducirse a trabajar, dormir en una piecita mugrosa, participar de un grupo que hace una versión casera de cross-fit, salir cada tanto a tomar algo e intentar levantarse alguna chica con la que pasar la noche. Pero de a poco la película va revelando detalles de su vida que desconocemos: César (interpretado por el propio director) tiene un hijo de unos 5 años que ha vivido con su abuelo tras la muerte de su madre en un incendio unos años atrás. Pero ahora parece haber llegado el momento de hacerse cargo de la criatura y César –quien ha tenido problemas con la ley en el pasado– no sabe ni quiere manejarse con el chico y ya parece tener decidido entregarlo en adopción, por un contacto que le pasó su amiga y casual compañera (Jimena Anganuzzi).
Esa descripción del comienzo de la trama de LOS GLOBOS no explica ni sirve demasiado para entender la excelencia en casi todos los rubros de esta sorprendente opera prima que el protagonista (actor de profesión) también dirigió y escribió. Remedando en cierto modo el estilo de los Dardenne de la etapa de EL HIJO –película con la que tiene más de un punto de contacto–, González filma de un modo seco y preciso (la fotografía es del enorme Fernando Lockett), narrando a sus personajes en movimiento casi perpetuo y con mínimos diálogos, una cámara encima de la acción y grandes elipsis que obligan al espectador a atar cabos narrativos. En eso (y en el tono de realismo suburbano) la película tiene algo de MAURO, de Hernán Rosselli, con la que tal vez no casualmente comparte montajista (Delfina Castagnino).
LOS GLOBOS es una película sobre las idas y vueltas de ese intento de reconexión entre padre e hijo y tiene varias imperdibles escenas entre ambos (el niño es extraordinario y sus comentarios, que no imagino guionados, generan algunos de los mejores momentos del filme). Parco e hiperactivo, César parece no poder parar un segundo y la presencia del niño lo irrita, lo incomoda, lo saca de su rutina, de su centro. Y la opción de que lo adopte la que parece ser una pareja tan amable como económicamente sólida no resulta tan absurda dentro de su lógica. Pero tampoco es fácil.
La de González no es una película de redención en la que un hombre descubre su lado sensible y paterno gracias a la presencia de un niño tierno. No se conduce ni narrativa ni estéticamente hacia lugares obvios o previsibles. Impacta porque uno logra entender las dudas y miedos de su personaje principal, aún con pocas palabras y sin derrochar simpatía (más bien lo contrario). Y también lo hace porque está filmada con un nervio, una seguridad y una convicción que no parecen de un operaprimista (y mucho menos de alguien que ha hecho más que nada teatro) sino de alguien que sabe muy bien lo que quiere, que se rodeó de un equipo de grandes profesionales y que entregó una de las mejores películas argentinas del año.