Con cuerpo y alma.
En una de las etapas del duelo por la muerte de alguien extremadamente cercano como un hijo se sugiere soltar. Ese soltar simbólico viene acompañado de lágrimas y un dolor desgarrador, que lejos de explotar en un grito de desconsuelo se esconde en el silencio profundo del alma. Isadora Duncan encontró la válvula de escape para su propio duelo, al haber perdido en 1913 a sus dos hijos en un accidente fatal, en una danza que según sus propias palabras existía mucho antes de que ella se dejara llevar por su compañía.
Danza que duela, en los dos sentidos del término, es también catarsis de la sutil sensibilidad de una bailarina que le puso nombre a su dolor en una obra intitulada Madre. La despedida y el desapego se conectan con esa danza, y el cuerpo desde las manos, mientras la ocupación lenta del espacio hace lo propio.
En Los hijos de Isadora, dirigida por el bailarín Damien Manivel, el entrecruce de la danza y el cine encuentra el pretexto ideal para generar una polisemia más que interesante. Tres historias tienen a la danza como protagonista y a mujeres de distinta edad como artífices de un cambio, donde el dolor o las emociones dolorosas se transforman en expresión corporal seguida de un silencio reparador.
Así las cosas, todo el proceso creativo se ve plasmado desde la primera historia en que la voz de Isadora es otro cuerpo presente hasta la última historia que toma el punto de vista de una anciana espectadora, quien encuentra un vínculo directo con la representación de la obra Madre.
Los ritmos de cada episodio de este trip lento, despojado de palabras, y progresivo generan distintas reacciones en el espectador no habituado a propuestas minimalistas en términos de ficción o narrativas convencionales.