Llegada al que seguramente fuera el momento más doloroso de su vida, Isadora Duncan –considerada la madre fundadora de la danza moderna– se dio cuenta de que ningún concepto (dicho o escrito) podría plasmar el trauma al que quedaría reducida, por siempre jamás, su maternidad. Acababa de perder a sus dos hijos, y su terrible soledad se vio magnificada por el terrorífico silencio con el que el lenguaje respondió a su aflicción. Ante este vacío, la artista decidió interpelar a su dolor a través del arte. Así nació La madre, una pieza de danza en la que las piernas de Duncan mantenían en equilibrio a un cuerpo renqueante (el suyo), y donde sus brazos acunaban el más insoportable de los pesares: un vacío que ya nunca más podría ser llenado. El lenguaje corporal como solución a aquello que la palabra no podía invocar.
Aproximadamente un siglo después de esta convulsión, una joven bailarina se dispone a reproducir dicha danza. Para ello, acude a un archivo y extrae un libro en el que está contenido el legado artístico de Duncan. Al abrirlo, sus ojos se iluminan… y los nuestros se oscurecen ante lo que parece ser una serie indescifrable de jeroglíficos. Así se presenta Los hijos de Isadora, la nueva película de Damien Manivel, un autor para el que el cine parece ser un juego de niños. Después de Un jeune poète y Le Parc y Takara: La nuit où j'ai nagé la cámara del cineasta francés sigue a esa joven bailarina y, al poco rato, a una profesora de danza y a su joven alumna… y al rato, a una de las espectadoras del espectáculo que se ha estado fraguando durante los dos primeros actos. Los repetidos cambios en el punto de observación responden de manera natural a una acción que avanza por pura transmisión. Como sucede, de hecho, con las obras de alcance universal.
Este mismo potencial tiene el cine de Manivel. Cabe interpretar la sencillez en las formas y en la narración de sus trabajos como un proceso en el que el artificio fílmico se desnuda para renunciar a toda aura de inaccesibilidad. Y así es como aquel libro indescifrable de Duncan se hará comprensible (y emocionante) de un modo casi mágico. A pesar de su breve metraje, Los hijos de Isadora es una película que requiere tiempo para ser asimilada. Como buen film de (y sobre el) aprendizaje, no puede calar sin haber dejado antes clara su evolución. De la ignorancia de lo encriptado transitamos, en deliciosa cámara lenta, al conocimiento más reconfortante: saber que, a pesar de todo, no estamos solos.
Es el milagro de convertir lo complejo en comprensible, sin traicionar nunca su naturaleza. El cine de Manivel, siempre impecable en su ligereza, resuelve el enigma. Los hijos e hijas que Duncan sigue teniendo desperdigados por todo el mundo nos hablan superando las barreras idiomáticas. Unas lo hacen agitando grácil y sentidamente sus extremidades; otros dejando que una lágrima recorra su rostro. Se concreta así el movimiento más importante de todos: de la ejecución de la danza a su contemplación a través de una persona que comparte la maldición de Duncan. Sin dopaje cinematográfico alguno, Manivel nos acerca a la luz del conocimiento… y el calor humano que se desprende de él.