Los Inquilinos (2017) es el segundo largometraje del director irlandés Brian O´Malley, luego de Let us prey (2015), otra película de terror ambientada en Escocia. En este caso, la historia se desarrolla en la Irlanda rural de 1920, dos años después de haber finalizado la Primera Guerra Mundial.
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En un poblado perdido en medio del bosque se levanta una mansión en donde habitan los gemelos Rachel (Charlotte Vega) y Edward (Bill Milner); huérfanos de padre y madre. El hecho inevitable de su cumpleaños número dieciocho va a traer aparejado cambios en el comportamiento de Rachel que empieza a cuestionar la permanencia en ese lugar en ruinas y sobre el que pesa una maldición que, lamentablemente, nunca se revela.
Cuesta no remitirse a esa gran película de 1961, dirigida por Jack Clayton que fue Los Inocentes (1961). Existen motivos de sobra para intentar hacer algunas analogías. En ambos films los personajes principales son dos niños huérfanos que ven fantasmas; en las dos películas estas apariciones tiene que ver con personas cercanas a ellos —el cochero y la cocinera en Los Inocentes, los padres y parientes lejanos en Los Inquilinos—; en ambos casos la película empieza y termina con una canción infantil — claro propósito que tiene un solo motivo: erizarnos la piel cuando la escuchamos (en las películas de terror, las canciones infantiles cantadas por niños actúan como una letanía siniestra)—; en las dos películas hay un clara tendencia al incesto y en ambos casos uno de los hermanos muere. Hay muchas coincidencias más que hacen que Los Inquilinos parezca una mera copia, pero convengamos que las influencias literarias o cinematográficas son inevitables, y más cuando el tema a tratar —el gótico— está ceñido a ciertas pautas que es imposible no respetar.
Brian O´Malley parece ser un apasionado de las historias de terror gótico y Otra Vuelta de Tuerca (1898), el libro de Henry James en el que está basada la película Los Inocentes, no puede ser desconocido, tanto el libro como la película, para este amante de un género que todo el tiempo se está reinventando.
Claro que aquí no hay una institutriz ni ama de llaves que estén a cargo de la mansión, sino dos niños que pasan sus días rodeados de un paisaje de ensueño y, a la vez, terriblemente desolador. Algo que el Romanticismo del siglo XIX tuvo como idea excluyente en toda su literatura y que volcó, con la irrupción del cine, a los escenarios que se montaron para la recreación de dicha estética.
Los inquilinos es una exhaustiva compilación de todos los tópicos del género que se inició con El Castillo de Otranto (1764) de Horace Walpole y que tuvo su mejor exponente en las novelas de Anne Radcliffe. Castillos y mansiones derruidas, escaleras que parecen a punto de venirse abajo, tormentas imprevistas, cuadros de antepasados, vegetación exuberante y lujuriosa, lagos o estanques, apariciones malignas, rechinar de maderas, puertas que se cierran solas. Todo este rosario de situaciones y elementos que desarrolló el gótico desde la época dorada, con Radcliffe a la cabeza, hasta el canto de cisne de Melmoth, el errabundo (1820) de Charles Maturin, aparece a lo largo de toda la película de O´Malley. Y no solo eso, a esta gran cantidad de tópicos hay que añadirle las innumerables citas hacia el cuento popular y literario como Caperucita Roja —Rachel se pasea por el bosque con una capucha y una canasta en la mano—, La Cenicienta —Rachel tiene que regresar a su casa antes de la doce o su vida corre peligro o a las historias de amor trágicas de Poe que se evidencia cuando Rachel corteja a su pretendiente rodeada por las lápidas de sus antepasados.
Si bien la fotografía de Richard Kendrick es muy cuidada en cuanto a crear una atmósfera bella y sombría, lo que adolece esta obra de terror gótico es de un buen guión. Podemos estar en presencia de una muy buena puesta en escena, pero si la trama es poco creíble, hasta los actores parecen desprovistos de esa verosimilitud que necesita toda historia, aunque estemos hablando de fantasmas y aparecidos. La verosimilitud en el caso de los géneros de terror, fantástico o ciencia ficción, corre por otros carriles.
En este caso se nota que muchas de las acciones de los personajes son forzadas lo que provoca que la trama se resienta y caiga, por momentos, en hechos totalmente incoherentes. La escapatoria de dos mujeres que habían sido rodeadas por un grupo de hombres dispuestos a todo, es totalmente inverosímil. Claro que si no hubiese sido así, no podría seguir la historia. Aquí es donde se nota la solución más fácil y cómoda. El famoso deus ex machina, el pasaje a otro momento de la trama después de haber solucionado el anterior de una manera cuasi infantil. Hay tantos de estos recursos en la película que termina por caer en el absurdo. No olvidemos que si algo agotó al género gótico, fue precisamente este tipo de atajos narrativos.
Sabemos que los niños están encerrados en esa mansión por una serie de normas que tienen que cumplir: tres preceptos dados por sus padres para que sus vidas se mantengan a salvo: estar en su cama antes de la medianoche, no permitir el ingreso de extraños en la casa y no intentar escapar. Es así que los hermanos viven en un estado de permanente angustia, tratando de no quebrantar esas leyes transmitidas de generación en generación. Una trama que bien podría haber escrito la gran novelista norteamericana Shirley Jackson.
Si bien hay una clara metáfora del paso de la niñez a la vida adulta —la madurez sexual, la búsqueda de libertad y el cuestionamiento de las obligaciones impuestas por los mayores—, el guión de David Turpin es endeble y solo es llevadero por los lúgubres y logrados escenarios en donde transcurre. Y aunque existe otra lectura posible, como la de la liberación de Irlanda del yugo inglés —en este caso Rachel sería la que encarna a esa Irlanda que se subleva a los mandatos ancestrales y rompe las cadenas del sometimiento al decidir dejar la mansión— me parece una idea un poco rebuscada. Aunque algo de esto deslizó el director cuando presentó la película en el 50 Festival de Cine Fantástico de Sitges.
Palabras más, palabras menos, Brian O´Malley también aclaró que su meta era hacer una obra estéticamente oscura, centrándose más en la fotografía y en recrear los ambientes propios del Romanticismo, dejando de lado todo lo demás.
Es cierto que hay una predisposición a profundizar la historia mediante el pretexto de una guerra que no se muestra pero que el soldado Dessie (un inexpresivo Moe Dunford) demuestra mediante su pierna amputada, o el abogado de la familia Birmingham (un demasiado extrovertido David Bradley) que visita la casa para anunciar a los hermanos que su fortuna está prácticamente agotada y que la única salida es vender la mansión para pagar sus deudas, pero no es suficiente.
La que se lleva todos los aplausos es la actriz española Charlotte Vega —curiosamente empezó su carrera con una serie de terror filmada por 12 estudiantes de la ESCAC de Barcelona, llamada Los Inocentes— que sobrelleva sobre sus hombros todo el peso de la película, y lo hace con convicción, talento y una buena dosis de lirismo.
Los Inquilinos es una película que cumple con todos los requisitos del género, pero para no sucumbir en la trampa en la que cayeron las novelas góticas del siglo XIX —repetición de clichés y lugares comunes— tendría que haber dado una vuelta de tuerca, al mejor estilo Henry James, para no caer en el olvido.