Que antes de los cinco minutos Los payasos ya nos ponga en escena a unos cuantos editores cinematográficos sugiere que lo visto a continuación será un tripeo reflexivo sobre el proceso de editar. Vemos entrevistas puntuales que hace Lucas Bucci, director del cortometraje que da nombre a la pieza, para escoger a un editor que monte el material de un viaje a Florianópolis en ocasión del Festival Short Cup donde compite su obra. Quien suela asociar lo “metadiscursivo” con algo demasiado serio ha olvidado el carácter lúdico de tales propuestas. Como si se tratara de alguien que se ve en espejos ad infinitum, Bucci incluye el rechazo de varios festivales grandes, incluidos el BAFICI y Mar del Plata. Y este desparpajo frente a las negativas va despejando el camino ampuloso de lo autorreferencial. En esta ocasión el viaje al festival es bastante laxo y Bucci quiere dejar eso en claro.
El problema surge ahí mismo, cuando una de las editoras entrevistadas delata la pregunta básica de toda obra: “qué buscas filmar, cuál es tu objetivo en una sola frase”. La reacción de Bucci no es lo suficientemente clara: no sabemos si su mirada ausente y su silencio nos indican obviedad o duda posada. Y esto evidencia lo previsible que está por ocurrir. Se nos va a contar el recorrido de un fracaso. No habrá gente esperándolos en el aeropuerto y tendrán que compartir una habitación triple, entre otras nimiedades delatadas por ellos mismos al comienzo, a partir de la seguidilla de rechazos festivaleros. Todo esto hace más patético lo que vamos viendo.
El fracaso más palpable, el de un dispositivo falseado a lo largo del documental, se acentúa una vez que declaran que deben ganar el festival, debido a la calaña tan baja de este. Y la posible ironía para retratar el nivel de mal gusto de estos perdedores es tan leve que no sirve para desmantelar la parafernalia engañosa tras los festivales, desde los más pequeños hasta los más grandes. El falseo de tal búsqueda recuerda, cada una desde su respectiva distancia, al docudrama For Your Consideration (2006), donde los personajes hacían de todo para obtener una nominación a un preciado premio. El problema es que Los payasos no tiene ni siquiera la maleabilidad gozosa para la ridiculez de una Catherine O’Hara. Ambas obras comparten un problema: van de frente y sin matices con esas instituciones del reconocimiento desesperado.
La película tropieza sus momentos valiosos con escenas subsiguientes que resultan sin gracia. Por ejemplo, una visita a la playa en la que Jero Freixas, uno de los actores secundarios del corto, se muestra pedante y espeta que “si quieren que haga una escena, la hago”, bordea con muchos matices el límite entre la ficción y lo real. Por un lado, es un actor que está haciendo una escena en dos niveles (lo están grabando y está comportándose de forma malcriada), y en esta misma grabación pide además hacer una escena como actor y no como persona. Un recuerdo somero de las referencias teóricas sobre el teatro entre persona y máscara sellan este instante como un descubrimiento.
Pero a la riqueza de estos segundos le sigue una escena en unas rocas donde ellos evidencian la pobreza del hecho de decir líneas sin naturalidad. Y el resultado sabotea el momento inmediatamente anterior o lo pone en perspectiva con respecto al hallazgo de aquel y la pose de este. De todas maneras, la paciencia frente a las divagaciones de los realizadores (a fin de cuentas, director, camarógrafo y actor están fungiendo a la vez de varios roles de la industria del cine) permite ver que el humor descubre detalles en la obra, como la escena con la periodista brasilera en la playa cuando el actor le toma la mano y esto desata una posterior confesión de su parte frente a sus compañeros y colegas. La película casi imperceptiblemente ha igualado las dinámicas de una producción, aunque no parece su búsqueda principal. Y en medio de esa aparente igualdad establece diferencias entre cómo se comportan un director y un actor. Sino, recordemos la escena de despedida de Florianópolis donde Bucci confiesa que no sabe si está preparado para volver a la realidad y, en contraste, el actor lee un texto que ha preparado en su celular. Para quien vea la película, en la sorpresa de esta escena basta una carcajada para caer en cuenta de que ella tiene ganancias escondidas en su dinámica.
Ahora, los últimos quince minutos de la obra delatan el meollo del asunto: el problema de la recepción. No sólo se plantea por parte de los editores posibles (¿Espectadores a la manera de “lectores ideales”, como diría Eco? Sí, y más también) cuando ven partes del material en bruto y dan su impresión, usualmente desfavorable. También queda evidenciado el problema actual de las redes sociales. En el presente, Freixas es un influencer, o está cerca de serlo, con un video de Youtube donde discute con su pareja sobre el Mundial de Fútbol, mientras que Bucci y Sposato se rompen el cráneo sobre cómo montar una película que, entendemos, ya tiene varios años desde que se grabó. ¿La edición ha quedado atrás? No seamos catastróficos. El estreno en salas de Los payasos, a su levísima manera, echa luces sobre las posibilidades al menos inmediatas de que editar y montar una película sea un proceso digno de registrar en menos de setenta minutos y a pesar de sus lacerantes irregularidades. ¿Digno para qué? Para evidenciar que lo fundamental del trabajo de un montajista es el diálogo dilatado entre diversas perspectivas.