Hace ya muchísimo tiempo que las artes se inclinan hacia lo interdisciplinario y a la colaboración entre diferentes lenguajes en una misma obra. A pesar de que Los posibles se presente como una versión en cine de un espectáculo de danza, trasciende esta denominación y logra una síntesis superadora gracias al fluido intercambio de los elementos cinematográficos con los del movimiento.
La película encuentra sus propios puntos de vista de la puesta en escena y de las coreografías, por lo que no hay una preocupación por ser sumamente fiel a la obra original, y esta libertad que la cámara se otorga en relación a lo que la rodea es la piedra angular del mediometraje. Así, muchos de los encuadres descomponen en primeros planos los movimientos de alguna parte del cuerpo de los bailarines, provocando un efecto en el que se deja de pensar en que lo que se está viendo es un hombro o una espalda, para comenzar a admirar esa forma por sí misma que, desarraigada de su totalidad, se vuelve autónoma gracias a la cámara. La escenografía y la iluminación, conservadas tal como fueron planteadas en la obra de danza, son otros recursos con los que la película se permite experimentar: la secuencia en la que se muestra una gran placa circular iluminada sobre la que se ubica un cuerpo de perfil, primero en un plano muy cerrado que va abriéndose de a poco para revelar la totalidad de la escena, sumada al sonido de un dialecto ininteligible más extraterrestre que humano, es un momento que habilita el imaginario del género de terror y que nos retrotrae a una estética visual asimilable a la de Encuentros cercanos del tercer tipo. En la vereda opuesta a esta pulsión por la fracción de la imagen, un gran acierto es el uso de los planos de referencia no sólo para dar una idea del espacio sino también para construirlo; así, el espacio en el que se encuentran los bailarines queda dividido en un arriba –deshabitado, luminoso– y un abajo, en penumbras, pero lleno de vida y movimiento.
De esta manera, Los posibles genera nuevas series de sentido que juegan a confundir o a correr los límites de las expectativas previas que se tienen sobre una película que pretende plasmar una coreografía de baile. Además, cada lenguaje va aportando sus virtudes en sincronía y, por ejemplo, el dispositivo cinematográfico le permite a la danza abandonar ese punto de vista único, frontal y generalmente lejano desde el cual los espectadores la observan, mientras que la coreografía, montada en un subsuelo que funciona como un detrás de escena, habilita que la cámara trabaje con la premisa de un espacio que, desde el vamos, se encuentra ubicado en un fuera de campo.
Los posibles no cuenta ninguna historia o, por lo menos, ningún relato lineal. Sí es cierto que sin decir una sola palabra dice mucho, pero es poco probable que eso que dice esté directamente ligado con la solemnidad de un encriptado mensaje social. También es innegable que muchos pasajes de la película se prestan a esta interpretación, el ejemplo más obvio es esa oposición entre un arriba y un abajo. Sin embargo esa dimensión social, que es a la vez presencia y ausencia, sólo se puede inferir por datos que se encuentran por fuera del mediometraje, es decir, por su contexto de producción que, por otra parte, merece ser nombrado: Los posibles se empieza a cocinar en Casa Joven, un centro educativo para jóvenes en riesgo de exclusión ubicado en González Catán, donde Juan Onofri da un taller de iniciación a la danza. Con algunos de estos pibes del riesgo –tan frecuentes por estas latitudes– y dos bailarines profesionales, Alfonso Barón y Pablo Kun Castro, se forma el grupo de danza Km29 y se monta esta obra que, un tiempo después, encuentra una nueva vida en su pasaje al cine.