Ganadora del Premio Especial del Jurado en la Competencia Internacional del último Bafici y del premio a la mejor Dirección en el Festival de Sundance 2019, Los tiburones se estrena precedida por un aura de prestigio capaz de generar expectativas desmedidas. Porque la opera prima de la uruguaya Lucía Garibaldi no es ni más ni menos que una sencilla historia de iniciación.
La protagonista es Rosina (la debutante Romina Bentancur), una quinceañera que vive con sus padres, su hermanito y su también adolescente hermana en un pueblo de la costa atlántica uruguaya. Falta poco para el comienzo de la temporada estival y la supuesta presencia de tiburones en las aguas del balneario tiene en vilo a la comunidad local, que teme que los escualos espanten a los turistas y arruinen su principal fuente de ingresos. Uno de los varios elementos de esta historia que se prestan a una lectura alegórica.
Esa inquietud externa coincide con la agitación interior de Rosina: pese a que su lenguaje corporal no expresa demasiado, su accionar indica que está dispuesta a hacer cualquier cosa por cumplir sus pulsiones, ya sean amorosas, vindicativas o meramente caprichosas. En pleno despertar sexual, el aguijón del deseo la lleva por caminos sinuosos hacia el objetivo: Joselo, un empleado de su padre que le lleva algunos años.
Algún que otro diálogo tarantinesco (como uno acerca de la conveniencia de recurrir al alcohol para afrontar un tatuaje) y una descarnada escena de sexo, opuesta a las artificiales convenciones hollywoodenses, son los mojones que marcan el tono liviano pero cargado de empatía de Los tiburones.
Si hay algo que logra la película es retratar la confusión y la sensación de soledad que suele reinar en la adolescencia. Ante la indiferencia de sus padres, demasiado ocupados en llegar a fin de mes, y la arquetípica rivalidad con su hermana mayor, Rosina trata de encontrar su lugar en un mundo que no parece prestarle la atención que necesita.