Es en la costa uruguaya. Ahí está la familia de Rosina. Gente común, trabajadora, que intenta salir adelante luego de algunos golpes económicos. Una casa modesta, en la costa y paradójicamente con problemas de agua. Y más paradójicamente, el padre de Rosina abastece de agua a las piletas de las lindas casas de fin de semana del lugar. Ahora parece haberse sumado otro problema: algunos dicen que en la costa aparecieron tiburones y que eso va a traer problemas. La intendencia no quiere que el asunto, real o no, se difunda, por la gente, por los turistas que contribuyen a la economía.
A Rosina, la más chica de la familia, parece que nada le importa. Ni lo que hacen los padres, ni el hecho de que tenga que ayudar en el trabajo acompañando al viejo y los empleados del viejo, o preocupándose de los exámenes de su hermana. Quién sabe si la preadolescencia viene así. Pero su actitud callada, solapada si se quiere, preanuncia problemas. Problemas como los que pasaron cuando se agarró con su hermana y la dejó con un ojo en compota, ahora vendado.
La historia se cuenta casi coloquialmente, con poco diálogo, lo justo, lo necesario. Todo es un ir y venir de la camioneta que va a las casas lindas, con el padre y los empleados y Rosina, un quedarse en la casa sin agua en la que la madre intenta la venta telefónica o el servicio de depilación como nuevas posibilidades económicas. Todo pinta tranquilo hasta que aparece el más joven de los empleados, Joselo, ese en el que Rosina detiene la mirada.
LA PLAYA DE FONDO
Película de miradas sesgadas, de situaciones vistas casi con la cabeza gacha, porque Rosina parece ocultar las reacciones, el cuerpo. Todo parece girar entre las idas y venidas con playa de fondo o algún galpón en el camino, o las charlas de las chicas del lugar con sus amores iniciales o finales contados delante de la chica de doce años, trece quizás, esa chica que no se arregla, que se viste así nomás y casi no se peina.
Hasta que la cámara la descubre lavándose casi cuidadosamente, peinándose, depilándose. Y ese Joselo, más grande, se fija en ella. Pero se fija como en un bicho nuevo que aparece en la camioneta.
Afuera hay sonidos de caos. Parece que los tiburones pueden ser verdad. Y Rosina, como el tiburón, sigue el ritmo de lo que quizás no sabe que es el deseo. Habrá algún encuentro en el que no sabrá qué hacer y en el que él sabrá que ella no sabe y no le interesará más el juego. Y Rosina, como el tiburón hembra dudará, se cubrirá de rabia y accionará, puro instinto y hasta con una sonrisa infantil como remate.
Una directora interesante, capaz de crear atmósferas, definir situaciones sin explicarlas, con capacidad de síntesis y finales de navaja escondida. Sin lugar a dudas, Lucía Garibaldi es una directora como su apellido, contundente y sólida. Habrá que seguir su trayectoria.