Con el ánimo a punto de estallar
Premiada en Sundance y Bafici, la ópera prima de la uruguaya centra su atención en una adolescente taciturna y su entorno lleno de hipocresía.
Una chica corre, alguien la sigue. Escapa, le gritan. No es nada desesperado sino desconcertante. Si esta chica, Rosina, corre de espaldas, habrá que tenerlo presente cuando el film concluya, con ella ahora de frente. Algo cambiará, a pesar de todo. Es decir, aun cuando las preguntas que la rodean y persiguen persistan, seguramente ella ya no sea más la misma.
Adolescente, taciturna, sin rasgos faciales que delaten al menos algo de lo que siente, Rosina es creación dual entre la directora, Lucía Garibaldi, y Romina Bentancur, la joven actriz que la encarna. Una simbiosis entre ambas. Una carnada difícil de digerir, que se sabe áspera, con razones suficientes para mirar desconfiada cuanto le rodea.
En este sentido, Los tiburones es un título manifiestamente ambiguo, también irónico. En algún momento, Rosina mira el mar y de él asoma lo que pareciera ser uno de estos peces. Pero uno. ¿Por qué, entonces, el plural? Desde ya, el tiburón es analogía suficiente para pensar en el peligro que circunda. Pero no sólo en el mar. Así, no tardarán en aparecer restos revueltos que evidencian -dicen- el ataque de algún escualo. Alrededor del mejunje gelatinoso, se nuclean las voces y los rostros de quienes enseguida se manifiestan de armas tomar. Hay que atacar al asunto de raíz. Para cuidar de la integridad, seguridad y demás cuestiones al uso, tan rápidamente esgrimidas por mentes semejantes.
Rosina, de este modo, transita entre lo que cree haber visto y lo que ve. Entre lo que supone y lo que sabe. Adolescente, al fin y al cabo, es acusada por el padre con cierta parquedad: "¡La reventaste!", le dice en alusión a la hermana, quien tuvo que recibir cuidados médicos. Y le repite: "¡La reventaste!". ¿Qué pasó? No está demasiado claro pero no importa. Lo que quedan, en todo caso, son las huellas, las heridas, las cicatrices posibles.
La película nunca se ocupa de remarcar o subrayar, sino de apelar a que las imágenes se yuxtapongan y se asocien.
De este modo, la hermana de Rosina luce un parche que le tapa un ojo, un gesto estético que a la vez prepara a la madre, también atenta con la falta de dinero que persigue a la familia ("¡No le digan a nadie!", advierte a la familia). Su solución parece ser justa: la puesta en marcha de cremas y maquillajes que permitan el ingreso económico y palien, en parte, a ese ojo malherido. Vale destacar que nada de todo esto aparece manifiesto en la película sino, antes bien, surge desde la relación entre las imágenes, un atributo presente a lo largo de toda la película de Garibaldi, quien nunca se preocupa por remarcar o subrayar, sino, mejor, por apelar a las virtudes básicas y mejores: que las imágenes se yuxtapongan, que las asociaciones primen.
Es de esta manera cómo la salivación de Rosina en el baño, mientras limpia con hilo sus dientes, no puede evitar su vínculo con la escena precedente, en la mesa familiar, en donde se cuela la menstruación como tema de conversación. El rojo, de hecho, surca a este balneario uruguayo, pero como color tapado, mentido, disfrazado. Es el rojo de la ira organizada entre los vecinos vigilantes, los de palabra suspicaz. Es la menstruación misma, como tema del que mejor no hablar ahora, que estamos comiendo. Es la herida de la que ha manado sangre, ahora disimulada. Es la promesa de alguna dentellada, que el mar oculta. Aunque no sólo el mar. Para atraerla, desde ya, hace falta la sangre misma.
La galardonada Lucía Garibaldi.
La atracción, justamente, es algo que preocupa a Rosina. Lo conocerá a Joselo, uno de los trabajadores de su padre, con quien busca cercanía. Algo entre los dos sucede, pero de modo bastante agrio, como si fuesen caricias frías. Será por ella, será por él. No hay necesidad de precisar demasiado. La mirada de Rosina indaga y encuentra la imagen de otra chica, tal vez se trate de quien le ha ganado la partida. A la vez, escucha diálogos sobre sexo, entre las amigas de la hermana golpeada, mientras fuman y confiesan sus gustos y placeres. Ella, incólume, bien brava, entre el deseo que le late intenso y la desaparición de una perrita embarazada a la que Joselo tanto quiere. Al respecto, ella toma una decisión, bastante retorcida o no. Intentar comprenderla no guarda demasiado interés, mejor descansar en lo creíble del asunto, en cómo la adolescente cuida de esa perra mientras chantajea de un modo anónimo y perverso al chico.
Hay que recordar que el devenir de Rosina describe un arco que inicia y concluye, a la manera de un anverso y reverso. Como se decía, sobre le desenlace algo habrá cambiado. Y aun cuando su decisión última, la que la lleva a agarrar la carne cruda y sangrienta con las manos, no constituya más que un gesto tal vez explosivo, lo cierto es que allí se cifra una postura que lo excede y por eso la sitúa, a ella, de una manera distinta. Ya no se trata de alguien que escapa.
Finalmente, destacar la construcción musical de la película, con irrupciones que así como acompañan la información que consignan los credits, también interrumpen y fragmentan el relato de una manera acorde al mundo algo descolocado, desajustado, de quien intenta el equilibrio propio. Una película de mirada desenfadada, que se deja llevar por la furia y sensibilidad de su personaje. Logra, así, una afección sincera, que evidentemente ha tenido su peso suficiente a la hora de las premiaciones, nada menores. Los tiburones, ópera prima de su directora, le ha significado el Premio a la Mejor Dirección en el Festival de Sundance; Premio Mejor Actriz, Mejor Guión y Premio Especial del Jurado en el Festival Internacional de Cine en Guadalajara; Premio Mejor Película en el Festival de Cine de América Latina de Toulouse; y Premio Especial del Jurado en la última edición de Bafici.