Olor a sangre
Ópera prima de Lucía Garibaldi, Los tiburones es el pormenorizado retrato de una adolescente que experimenta acechando al prójimo.
Como los segundos iniciales de Tiburón, la primera película taquillera de Steven Spielberg, Los tiburones comienza con una chica, Rosina (Romina Betancur), corriendo por la playa mientras se quita la ropa hasta internarse en el mar. Pero en la ópera prima de Lucía Garibaldi no acecha en el relato la música ominosa de John Williams que anuncia el inminente ataque del tiburón a la solitaria nadadora. Rosina ve una aleta dorsal asomar y sumergirse, pero es ella la de los dientes más filosos. La adolescente de catorce años escapa de su padre (Fabián Arenillas) tras atacar a su hermana Mariana, a quien le lastimó un ojo y tuvieron que coserle 5 puntos. Por eso Rosina se presenta a la cámara de espaldas y con un sweater gris. El mismo color del tiburón que cree ver entre las olas mansas. Una metáfora que poco a poco se materializará en acciones inquietantes que desconcertarían hasta al propio Matt Hooper.
Ganadora como mejor directora en el Festival de Sundance con solo 32 años, la uruguaya Lucía Garibaldi reemplaza las playas de Amity Island de la setentosa Tiburón por la arena de Piriápolis. A partir del alerta de Rosina, quien asegura haber visto un tiburón, todo el pueblo encontrará un tema en común, entre pescadores, habitantes y turistas. Una amenaza que crece cuando el cadáver de un animal es arrastrado por el mar hasta la orilla. Ese día Rosina elige a su segunda presa: Joselo, un empleado de su padre, quien trabaja junto a dos hombres podando jardines y limpiando piletas. La primera vez que lo descubre como una posible víctima lo ve a través del vidrio empañado de una enorme ventana, dando la sensación de que el joven, unos años mayor que ella, es un pez globo dentro de una gran pecera, como esos acuarios subterráneos. Pero la confirmación de ese deseo se consolida cuando lo tiene cerca, sin remera, y el sol le permite contar, uno por uno, los vellos rubios que brillan desde su nuca hasta la mitad de su espalda. Rosina lo huele, memoriza el olor de la arena pegada a la piel de Joselo. Los perfumes son primordiales en este drama incómodo: el olor penetrante del cloro, el aroma fresco a césped recién cortado, el perfume artificial de la cera caliente. Mientras tanto, el grupo de personas que rodea al animal muerto le pregunta a un pescador cómo se caza un tiburón. “Con carne roja”, asegura, sin saber que hay un tiburón entre ellos planeando cómo atraer a su botín.
Los tiburones están siempre en movimiento porque necesitan captar el oxígeno del agua a través de sus branquias. Si permanecen algunos minutos quietos, la falta de oxígeno podría matarlos. Deben moverse sin cesar, además, porque no tienen vejiga natatoria, si se quedan quietos se hunden. Rosina espeja ese mismo comportamiento y se traslada de aquí para allá: a pie, en bicicleta, en camioneta o nadando en el mar. Por eso el título de la película, Los tiburones, es en plural: hay un tiburón en el agua y otro que ataca en tierra. En los pocos momentos donde se detiene lo hace para observar y estudiar aquello que la rodea. Escucha conversaciones y las utiliza a su favor. A diferencia de otros carnívoros, Rosina no se mueve en manada. Actúa sola y casi no habla. Y cuando se anima a hablar los demás no comprenden lo que dice. “Hablás para adentro”, le recrimina un pescador. Rosina vive fuera del agua; sin embargo, la falta de ella es uno de los temas centrales de la película. Todos los días, junto a su padre llena bidones de agua de mar porque el calefón de la casa funciona mal.
El agua está presente en cada charla: los platos con restos de mayonesa que no se pudieron lavar, los cortos tiempos en los que pueden usar la ducha, los pies sucios que deben limpiarse en la pileta del baño. Lucía Garibaldi es una directora debutante obsesiva que juega de manera inteligente con el peso de las palabras elegidas, el diseño de los planos y los objetos que componen cada escena. Nada se cuela en un cuadro por azar. Cada secuencia tiene su valor simbólico. Joselo utiliza la bordeadora de césped, y a través de la ventana que mira Rosina él se refleja como una silueta fálica. El sonido de la máquina que se desliza por el pasto funciona como el motor de un animal acuático. Los tiburones es una película que calcula cada mínima acción, al igual que la protagonista, un bicho que contempla y nos invita a contemplarla a través de la impactante actuación de esta hipnótica nueva actriz.
Sería vago, y también errado, hablar de Los tiburones como un coming of age. No hay en esta película, que ganó el Premio Especial del Jurado en el último Bafici y el premio por mejor dirección en el Festival de Cine de América Latina de Toulouse, un pasaje de una etapa a otra. Ingresamos en este relato de manera violenta, con el primer ataque de Rosina ya ocurrido. Los tiburones es el retrato de un momento de una adolescente que experimenta inquietar al prójimo (y al espectador). Ser la amenaza. Actuar a partir de su conducta depredadora. No hay un objetivo preciso que alcanzar, ni una posta a la que llegar. La protagonista se comporta como un carnívoro hambriento, pero lo que menos le interesa es la comida. Y menos que menos si son huevos porque dice que es un asco “comer óvulos”. Rosina no quiere cambiar: cuando su madre quiere depilarla porque dice que parece un macho con tantos pelos en las piernas y en sus axilas la protagonista se niega. La oportunidad de tener sexo con el chico que le gusta, Joselo, la evita, eligiendo mirarlo mientras se masturba. La progresión reside en que Rosina se va conociendo más feroz a medida que crece, más que el deseo, la curiosidad. Poco a poco deja de ser un pequeño tiburón a cuerda para plantarse como un sharknado que, por fantaseoso e inexistente, desconocemos cómo se puede comportar.
Ese es el secreto de Lucía Garibaldi para mantenernos en vilo sin necesidad de la música de Williams: Los tiburones es un relato impredecible donde se habla de sangre de una escena a otra, sea por una herida o por la menstruación, como un aviso permanente de lo que puede ocurrir en un cambio de plano. Rosina desliza el hilo dental entre diente y diente y escupe un poco de sangre en la pileta. Es la advertencia de que mañana esa sangre pegada a su mandíbula puede ser de otro. Flota en ese clima ventoso una tensión constante de que algo puede suceder en cualquier momento. El ataque de un tiburón, el beso esperado entre Rosina y Joselo o que finalmente un pescador atrape un pescado grande. Tal vez el enorme tiburón blanco que ansiaba cazar Quint en las playas de Amity Island.
El mayor encanto de Los tiburones es que no estamos seguros de nada. Esa posibilidad que nos brinda la adolescencia de probar identidades como si fueran vestidos. No podemos saber con exactitud por qué Rosina actúa de esa manera, y la gracia de esta sorprendente ópera prima es que los motivos le quedan chicos a la grandeza de cada misteriosa acción. Rosina está buscando sus límites, y los límites de los demás. Sintiéndose fuerte cuando consigue mover a las personas a partir de sus estrategias, sea con una perra preñada secuestrada o por sembrar el terror a partir de un relato. Compartiendo solo con nosotros, los espectadores, el secreto de que el tiburón más peligroso fue, es y seguirá siendo ella.