Las andanzas de Rosina.
En un pueblo costero de Uruguay, una Rosina adolescente transita su verano entre baños en el mar y el acompañar a su padre a realizar las tareas de jardinería, en su mayoría, en las casas de los veraneantes. Un lugar sereno donde la falta de agua se hace notar, así como las hormonas de nuestra protagonista que se encuentra en pleno despertar sexual.
El avistamiento por parte de Rosina, sumado un animal marino descuartizado a la orilla de la playa, alertará a los vecinos por la posible presencia de un tiburón. Situación que los llevará a organizarse para tratar de atraparlo. En el relato, el depredador no es un capricho de guion o un detalle simpático, sino que cumplirá una función fundamental.
La música tecno noventosa y los colores flúor también delinean a nuestra protagonista algo introvertida y muy mental, pero de armas tomar, en una historia que oscila entre la cotidianidad junto a su familia y sus sentimientos amorosos por su compañero de trabajo, Joselo, que se volverá motivo de obsesión.
Sin dudas Rosina tiene violencia contenida, ya lo observamos desde el comienzo cuando nos enteramos que ha lastimado el ojo de su hermana, según sus palabras sin intención (pero no parece tener remordimientos). Una violencia que irá evolucionando, una violencia latente a punto de estallar… desde llamadas anónimas hasta el secuestro de la perra de Joselo y un insospechado final. De forma sutil, Garibaldi retrata el deseo femenino y el poder subversivo de una adolescente que se trata de abrir paso hacia la adultez.