La niña pez.
No es para nada casual que la directora uruguaya Lucía Garibaldi haya sido galardonada por su trabajo de dirección por el Sundance porque si hay algo que hace brillar esta ópera prima de oscuridades en el alma es precisamente una meticulosa dirección de actores, manejo de puesta en escena impecable y austeridad a la hora de pensar en el a veces muy manoseado lenguaje audiovisual.
Tampoco resiste la tentación pensar en tentáculos -para comenzar a hablar con términos marinos- entre Los tiburones y las primeras películas de Lucrecia Martel así como de Lucía Puenzo. Pero eso no significa para nada que Garibaldi no despliegue su propia mirada y estilo, inmejorable carta de presentación para una ópera prima.
Vivir cerca del mar y en la costa implica por un lado sobrevivir de actividades como la pesca o de esas pequeñas actividades de economías familiares y chicas como la que atraviesa la familia de Rosina (Romina Betancur). Ella rivaliza con una hermana a la que además agredió físicamente y ese es el primer indicio que estamos frente a un personaje complejo que escapa del arquetipo de la oveja negra tan trillado en una dinámica familiar. Pero además Rosina siente especial atracción por Joselo, uno de los gurises que trabaja junto a otros muchachos para el padre de ella (Fabián Arenillas), mientras su madre se encarga de acomodar los números flacos del presupuesto familiar.
La amenaza latente se encuentra en el mar al haberse detectado la presencia extraña de una aleta de tiburón, animales muertos en las orillas son suficientes alertas para que la comunidad recupere el mar pero más aún conserven su fuente laboral que va en contra de los intereses políticos que esgrimen la idea del turismo y minimizan el detalle del tiburón.
Si bien la película transita en la ambigüedad que se corresponde al comportamiento errático de esta adolescente en pleno despertar sexual, la sutileza y el detalle habilita una mirada que escapa de la superficie para sumergirse en el ámbito de lo alegórico porque hay depredadores y víctimas de un sistema donde la exclusión es moneda corriente. Los tiburones del título no solamente están en el mar sino fuera y son tan peligrosos como las anécdotas de los relatos sobre las catástrofes asociadas a los ataques de este mal llamado depredador del mar.
En Rosina convive la contradicción y esa empatía por lo distinto, dominada por un instinto de supremacía del deseo ante cualquier entorno que obstaculice su rumbo. A diferencia de muchos personajes fronterizos, ella tiene un rumbo, una dirección para alejarse de todos y no dejarse contaminar por un orden absolutamente caprichoso y cuestionable.
Algo de niña pez esconde un segundo de inocencia hasta que los ojos se depositan en el objetivo y la cacería comienza sin medir el costo de la presa como el tiburón que bordea la orilla ante el descuido y muestra sus dientes.