Hermosos perdedores
Antes del éxito televisivo con Historia de un clan, el director de Caja negra y Dromómanos rodó este intenso film sobre una historia de amor fou con Ailín Salaas y Nahuel Pérez Biscayart.
Lulú (o Lu-Lu, según uno quiera llamarla, es casi a elección) es la sexta película de Luis Ortega, el precoz, talentoso, dispar y creativo realizador argentino que, pese a tan “larga” carrera recién anda por los 35 años. Con un debut promisorio y explosivo como Caja negra, fue experimentando en películas más grandes (Monobloc), más chicas (Dromómanos), de curiosa ciencia ficción (Los santos sucios) y hasta extraños modos de adaptación literaria (Verano maldito, basado en Yukio Mishima). Tengo la sensación de que en Dromómanos (2012) se fue reencontrando con el universo con el que más se identifica: el de los márgenes, el retrato de personajes que están al borde del precipicio, viviendo fuera de las reglas sociales “convencionales” y que coquetean con el peligro, la locura, la enfermedad y la curiosa libertad que todo eso trae aparejado.
Lulú es, en ese sentido, una continuidad de esas temáticas pero, a la vez, una apertura a unas formas más accesibles, libres y relajadas desde lo narrativo. Es la película más clara, limpia y efectiva de su carrera en lo que respecta a lo formal. Si bien los temas permanecen casi inalterables y su cine no ha perdido nada de su libertad creativa, hay en ella un respeto a formas más tradicionales de la narración cinematográfica que, es de esperar, le acerquen su cine a más público.
Lulú (o Lu-Lu) son Ludmila y Lucas, una pareja de jóvenes que vive en una casucha escondida ahí donde Recoleta se topa con Avenida del Libertador, Figueroa Alcorta y frente al Parque Thays, donde el verde de la zona, los árboles gigantescos y el “célebre” monumento de Botero suele impactar –para bien o para mal– a los que se lo topan a su paso. Lucas (Nahuel Pérez Biscayart) anda con un revolver en la mano, aparentemente cargado con balines, que usa para dispararle al monumento, al aire o a lo que se le ocurra. Es una especie de “alma libre” que hace algo parecido a trabajar recogiendo huesos de animales con una camioneta (conducida por Daniel Melingo) por las carnicerías de la zona. Pero su verdadera pasión está en deambular por la ciudad en plan anárquico: puede robar una farmacia, seguir una chica en la calle, emborracharse con desconocidos en un bar o payasear en el subte. Lo suyo –en la mejor escuela Dennis Lavant/Léos Carax– es vivir el momento sin pensar demasiado en el futuro. Disfrutar de esa cruza de vagabundo y flaneur que lo caracteriza.
Ludmila (Ailín Salas), un poco más perturbada y callada más allá de algunos momentos en los que “le sigue el tren” a su novio, anda en una silla de ruedas porque sí. O bien, da la impresión que en algún momento la necesitó (tiene una bala incrustada en el pecho, según una radiografía que muestra a un médico) y que ya la usa bien por diversión o bien para pedir dinero circulando en medio de las congestionadas avenidas. De la familia de Lucas se sabe poco y nada, pero la de Ludmila trae un bajage importante que no vamos a revelar acá. Solo basta decir que tiene un hermano pequeño al que ve y a otros miembros de su familia con los que está alejada.
Lulú seguirá las desventuras casi “godardianas” de esta pareja. Hay en este electrizante vagar por la ciudad algo que caracterizaba a los personajes de las primeras películas de Jean-Luc Godard, de Sin aliento a Pierrot el loco, pero especialmente Asalto frustrado /Bande à part: una sensación de recuperación y conquista de los espacios públicos, un dominar las calles por pura efervescencia juvenil. Aquí las cosas se volverán un poco más complicadas con el correr de la narración (la referencia a Los amantes de Pont-Neuf en una versión pequeña y punk es inevitable), pero nunca se perderá de vista ese romance intenso pero frío a la vez –en el que conviven mucha complicidad y afecto, pero también muchos momentos de fastidio mutuo– que une a los protagonistas, dos sobrevivientes dispuestos a no dejarse llevar por las circunstancias.
Eso es lo que hace a Lulú una película inusual dentro de un subgénero o un registro temático recorrido. El film se escapa del realismo estricto y del miserabilismo “festivalero” gracias a un espíritu festivo (Biscayart cada vez que puede baila o corre o salta o molesta a los que se le cruzan) y los momentos entre lúdicos y absurdos que viven los protagonistas. Aún las situaciones potencialmente más densas que les suceden tienden a resolverse con menos gravedad que lo esperado, algo que solo se pierde en la última parte de la película, donde acaso las apuestas y posibles pérdidas son más altas.
A mitad de camino entre la fantasía adolescente rockera (el cine argentino de los ’60 y ’70 aparecen como referencia, especialmente en el uso de espacios de la ciudad no siempre considerados como “cinematográficos” por las nuevas generaciones), algunos momentos del Favio de Crónica de un niño solo y la película sobre las vidas “al costado del camino”, Lulú parece poder, a la vez, celebrar y cuestionar esa forma de vida, dando a entender que en ella conviven los placeres y los peligros, la libertad y la invisibilidad, el disfrute y el sufrimiento. En medio de autos que los pasan, veloces, de largo, y un torso humano extraño y sin cabeza que los mira desde el otro lado de la avenida, Ludmila y Lucas tratan de mantener su pequeño espacio de contención, su modesta familia sustituta. No les será sencillo, claro, pero en el camino vivirán algunas inquietantes aventuras.