Debut en el largometraje del actor Luis Ziembrowski, Lumpen es un film que incomoda, irrita, raspa, satura. Por momentos parece anclado en cierta estética orgullosamente marginal propia de otra época, con esa fusión de grotesco y sordidez sobreactuada que uno podría asociar a un Jorge Polaco, por ejemplo. Al mismo tiempo, las pretensiones reflexivas de Lumpen sobre el tema del cine dentro del cine inflan el relato y lo vuelven confuso y deshilachado hasta la extenuación. Estamos en alguna esquina derruida del conurbano bonaerense, un foco de roña y fascismo en donde Bruno (Sergio Boris) intenta sobrevivir junto a su hijo adolescente (Alan Daicz), lidiando con diversos personajes siniestros que habitan el barrio. Mientras el chico se obsesiona con una cámara filmadora que pertenecía a su padre, éste se interna en un laberinto de paranoia al sentir que no puede proteger a su hijo en ese escenario de miserias.
Todo indica que la historia transcurre a comienzos de 2002, en aquella extrañísima Argentina en donde la incertidumbre política buscaba sosiego en las asambleas vecinales. En la ficción se lee claramente ese marco de protestas y ansiedad (animado por una esperpéntica militante trotskista), pero aquí lo interesante es que este contexto se sugiere principalmente a través de una meticulosa percusión (bombos, tiros, arengas callejeras, noticias en la tele o en la radio) que inflama el fuera de campo y logra transmitir la angustia de ese tiempo histórico particular. El punto más alto del film reside sin dudas en el fértil tejido de la banda sonora.
“No estoy contando la película desde el punto de vista de los héroes, sino desde el lado de los canallas”, dijo Luis Ziembrowski en la charla posterior a la proyección del film, decisión de riesgo que el relato lleva hasta sus últimas consecuencias al hacer que todos los personajes nos generen algún grado de rechazo o desconfianza. Lo reitero: ver Lumpen fue una experiencia agotadora. Y sin embargo, a pesar de sus debilidades, hoy se me aparece como una película increíblemente urgente y pegajosa. Uno no puede desprenderse de esas imágenes rabiosas que retornan una y otra vez como si fueran martillazos, y es justamente esa capacidad para agitar la percepción -y las ideas- lo que distingue a Lumpen de otras indolentes óperas primas nacionales que compitieron en este festival. La diferencia central es que esta película está viva. Respira. Es la obra desesperada y honesta de un artista hambriento, que necesita aullar y que está dispuesto a sangrar.