En un barrio de mala muerte
La ópera prima de Luis Ziembrowski refleja un país decadente, sin ley ni instituciones a la vista. En un rincón urbano indefinido, el protagonista –un resto en sí mismo– vive un encierro interno y externo, siempre a punto de implotar.
Presentada en la última edición del Festival de Mar del Plata, la ópera prima como realizador del conocido actor Luis Ziembrowski es lo que muchas se proponen y no logran, otras lo son sin proponérselo y a algunas les importa un bledo serlo: una película bien argentina y bien popular. ¿Argentina y popular porque se reciclan estereotipos costumbristas, se calca la lengua callejera, se babea por la identificación del espectador, se exaltan las grandes épicas nac & pop? No, por todo lo contrario: porque refleja un país decadente, derruido, sin ley ni instituciones a la vista. Un país cerril, hecho de habladurías, maledicencia y mala leche. País de violencia larvada y permanente, que se va recargando en cada palabra y cada gesto. Una Argentina de ciertos barrios y cierta clase: la clase media venida a menos, que sobrevive mal y se siente condenada a vivir peor.
Antropología jodida de barrio practicada por un conocedor (Ziembrowski nació y vivió buena parte de su vida en Villa Crespo), Lumpen puede verse como trasposición porteña del conurbano sureño de Campusano. Ambos espacios coexisten, dialogan, habitan el mismo presente, y en ninguno las cosas están bien. Allá se trenzan a cuchillo, como los indios del siglo XIX o los compadritos palermitanos del XX. Acá alguno anda calzado, pero el arma que más lastima es el rumor, el “buleo”, la mirada torva, la sonrisita socarrona. En ese caldo se macera la cotidianidad de Bruno (Sergio Boris), a quien ya en el primer plano de la película se lo ve abrumado, rumiado por gusanos silenciosos e internos. En el asiento de adelante, el remisero (Gabo Correa, gran secundario) cuenta con lujo de detalles cómo una pasajera le chupó la pija. El problema es que en el asiento del acompañante viaja Damián (Alan Daicz, el chico de Bomba), que es el hijo de Bruno y es menor. Por lo cual Bruno sale momentáneamente de la arltiana nube que lo cubre, para pedir un poco de discreción.
Bruno vive, junto a Damián y Ruth, su actual pareja (Analía Couceyro), en un rincón urbano que Ziembrowski hace muy bien en no “airear”. Se trata de lo contrario. De generar una sensación de encierro húmedo y sofocante, que en el caso del implosivo Bruno es tanto exterior como interno. Bruno es un resto de sí mismo. Alguna vez fue o quiso ser cineasta, y aún conserva, en algún rincón de su feúcha casita de barrio, la súper-8 con la que hoy en día filma las “sociales” de la zona. El cumpleaños del hijo del vecino, cosas así. Que Damián va a la escuela se sabe sólo por el delantal. Allí empieza y termina toda referencia a la institución educativa: en casa se lo ve más pendiente del cuerpo de Ruth que de libros o cuadernos. Cuando se juntan a ver tele, lo que ven es un canal o programa pirata, en el que una vecina pasa viejas películas soviéticas, inflando su discurso de utopías socialistas. Abotagado, Bruno no recuerda bien qué pasaba en Octubre, de Eisenstein.
El barrio se reduce a un almacén de mala muerte, atendido por un paraguayo que habla en guaraní, una fábrica abandonada en la que vive un okupa al que llaman Cartucho (que no se sabe muy bien si está un poco loco), la mujer de las transmisiones soviéticas (que sí está un poco loca) y los empleados de la remisería San Tropes (entre ellos, ese otro notable secundario que es Daniel Valenzuela), que responden a la peor imagen que puede tenerse de un tachero. Verduguean a Cartucho por ser homeless, cargan a Bruno por la lata rodante que acaba de comprarse y piropean de arriba abajo a Ruth, como si no tuviera hombre al lado. Ese rincón del mundo es una caldera que se pudre de tanta herrumbre y por algún lado se va a rajar. Se va rajando, en verdad, gracias al runrún permanente. Lleno –como si fuera una de Berlanga, en versión feísta– de voces que no paran de musitar, cruzarse y superponerse, creando un logradísimo malestar sonoro.
El realismo sucio de Ziembrowski tiene la gran lucidez de no querer ser imitativo. Por el contrario –teniendo tal vez como modelo a más de un Fassbinder–, esas fachadas derruidas, esos afiches de Fantástico Musical, esas veredas poceadas han sido enteramente reconstruidas artificialmente (aplauso para el director de arte Federico Mayol), cuestión de ser más reales que la realidad. Lumpen no carece de alguna situación resuelta de manera confusa u oscura (incluyendo un dato revulsivo y central), alguna otra insuficientemente desarrollada (la extraña sordera de Bruno, la “acusación” de trosko que se oye por ahí, en una única línea de diálogo) y una Ruth que parece limitarse a la calentura y la lentitud mental. Pero por su voluntad de tirar en la cara la papa caliente de un país poco bonito y el acierto de puesta en escena con que lo hace, el conjunto es del más alto valor ético y estético.