Fábula y naturalismo se enlazan en un tránsito sacrificado, sensible y pedregoso en Magalí, debut de Juan Pablo Di Bitonto con protagónico de Eva Bianco.
La actriz cordobesa es la enfermera citadina que lleva el nombre del título y que por repentino llamado telefónico se ve impulsada a regresar al árido norte argentino del que es oriunda. Su madre acaba de morir y ella debe hacerse cargo de su hijo Félix (Cristian Nieva), que ha quedado solo.
Ya desde el inicio el filme avisa con ánimo mítico en un cartel silente: “Hay tiempos donde el mundo de arriba y el de abajo se conectan”. La llegada de Magalí al pueblo jujeño en las alturas coincide con el acecho de un puma que sólo un ancestral ritual familiar puede lograr alejar.
Con destellos de thriller documental la cámara se transfigura en la visión del animal que se desplaza en la tierra, y la fotografía majestuosa del nocturno paisaje lunar convoca un tono sugestivo. Lo ominoso acaba por conjugarse en la resistencia colectiva a que Magalí se lleve a su hijo sin completar la ofrenda.
Por lo demás, Magalí es certero retrato antropológico: de las ancianas lugareñas, de negocios alejados de todo, de horizontes desérticos, de acentos y costumbres fatalmente considerados exóticos, de una cultura aislada, autónoma y silenciosa que tironea con la urbe (y el espectador) fuera de campo.
Ese registro luminoso pertenece a la dimensión del “mundo de arriba” en sintonía con el drama biológico-moral entre madre e hijo: Félix no le lleva el apunte a Magalí, quiere quedarse y concretar el acto mágico. “Él sí lleva la sangre de su abuela”, le esgrime un hombre a la protagonista.
Ella en cambio lidia con la contradicción de tener que imponer autoridad sintiéndose culpable por haber abandonado a su hijo. “Malo sería que yo pierda mi trabajo”, dice al resistir a quedarse, elucidando su obediencia a otro orden.
El desenlace, que une paganismo y cazadores armados, es un tanto rústico y amenaza con fundirlo todo en el entorno geológico. Pero Bianco es un canal sólido y hace del ascetismo un hechizo, con gestos mínimos que tallan al personaje entre el coraje y la vulnerabilidad. Ese color en el vacío es la apuesta de Magalí, que se vuelve literal en una copla final entonada al viento.