EL DILEMA ENTRE LO AMBIGUO Y LO CONCRETO
Si la búsqueda –o el intento de reencuentro- interior suele ser una constante en buena parte del cine argentino independiente, la particularidad que introduce Magalí, ópera prima de Juan Pablo Di Bitonto, es que incorpora elementos oníricos y choques culturales que refuerzan una cierta ambigüedad que atraviesa buena parte del relato. Eso es lo que potencia mayormente al film centrado en una mujer que, tras el fallecimiento de su madre, retorna a su pueblo natal en el norte argentino del cual se fue hace varios años. Ahí se encuentra con su hijo de diez años pero también con un pueblo donde hay antiguas tradiciones que conservan sentido y propósito, por más que ella las haya querido olvidar.
El relato es uno de aprendizaje, y de tipo afectivo, lo cual involucra para la protagonista reconstruir –o más bien construir prácticamente desde la nada- un vínculo con ese hijo que no termina de aceptarla como figura maternal y al que ella interpela casi desde el mero compromiso formal. A eso se agrega ese pueblo que ella en su momento decidió dejar, que no es solo un espacio físico sino también cultural y social, en el que conviven historias antiguas pero aún presentes y rituales con significados distintivos, que interpelan a la naturaleza y el paisaje norteños, pero también a sus personas. Allí es donde comienzan a aparecer sueños que tiene Magalí sobre un puma que está asolando el lugar y que se hacen cada vez más reales a medida que dejan claro su mensaje.
Ese mensaje que construye lo onírico a la par de los espacios y relaciones concretos es la mayor fortaleza pero también la mayor debilidad de la película. Es que si bien en buena parte aporta elementos de desestabilización e imprecisión –en los mejores sentidos-, en los últimos minutos los significados quedan más explícitos, casi hasta forzando las decisiones finales de la protagonista y su hijo. En el medio hay subtramas –como el tenso vínculo de Magalí con un funcionario público- que quedan en el camino, porque indudablemente lo que realmente importa son las tradiciones como puente para reconstruir el lazo materno-filial.
Pareciera incluso que toda la narración se hubiera diagramado en función de que se entienda la última secuencia que, por cierto, es realmente muy buena, a partir de cómo con un plano simple y concreto crea toda una carga de sentidos. Allí, en ese ritual que habla sobre el presente pero también el pasado (y hasta el futuro) de los personajes, parecieran resumirse los alcances y límites de Magalí, un film que gana cuando apuesta a lo inasible y que pierde cuando brinda todas las respuestas.