Hot for teacher.
Ahora que el ingenio está aceptado como una de la formas de la inteligencia, Malas enseñanzas puede ser considerada una buena película. El Teacher, teacher de los injustamente olvidados Rockpile (el grupo que Nick Lowe y Dave Edmunds comandaban a fines de los setentas) marca el ritmo jocoso de la primera escena: una entrada espectacular de Elisabeth (Cameron Diaz), que se desplaza con una autoridad felina en medio de una reunión de despedida mientras todo el mundo en la escuela la mira embobado. La canción es buenísima, pero su efecto se diluye de inmediato en el aire, en tanto constituye un anuncio temprano de la imaginación literal de la película, que en este caso aplica la letra –“Señorita, señorita enséñeme amor”– sobre la imagen convulsa de la maestra sexy que hace su aparición. Cuando a la mujer se le pone entre ceja y ceja reunir como sea una buena cantidad de dinero para hacerse las gomas, el espectador se prepara para disfrutar por adelantado las delicias de un simulacro de demolición de las instituciones educativas. Pero resulta que un experto en universos disfuncionales como Terry Swigoff en realidad ya había hecho una tarea parecida, solo que mucho mejor y más sincera, en aquella desapercibida película llamada Un Santa no tan santo. Igual que allí, el comportamiento gozosamente antisocial del personaje principal de Malas enseñanzas se encarga de dar señales acerca del inconsolable absurdo que lo rodea. Pero esta chica mala parece demasiado segura de sí misma, demasiado concentrada en su objetivo y confiada en sus fuerzas para conseguirlo. En cambio ese estropajo de ser humano con disfraz de Papá Noel meado que encarnaba Billy Bob Thorton se entregaba a una degradación mucho mayor y aparecía revestido de un patetismo bastante más corrosivo, de una pátina de derrota permanente que lo convertía en la víctima propiciatoria de un sistema inhumano, diseñado para hacer del otro un monstruo. Si el personaje no conseguía lo que quería (básicamente una vida menos miserable), era porque se veía desde el vamos marcado por el signo del fracaso, un círculo maldito desde el que no le quedaba más que destilar su odio y su cinismo, contra todos y en especial contra sí mismo.
La Elisabeth de Malas enseñanzas no parece tener casi encarnadura humana y se conduce más bien como una marioneta del guión o como si acabara de salir de un videoclip de Van Halen. Cuando empieza la película, sus compañeros la despiden con muestras de cariño a pesar de que unos flashbacks nos muestran que no hizo nada en todo el año. Pero si durante tanto tiempo logró engañar a todos los que la rodean no se entiende por qué, cuando le toca a su pesar volver a la escuela como maestra, parece que tuviera que empezar de nuevo como si fuera una recién llegada. La mujer fuma faso, toma como un marinero y utiliza el sexo para lograr lo que se propone. Todo eso está bien, la película tiene algún gag muy bueno y en general el pulso controlado e hiperprofesional con que la industria del cine se encarga de darle la fluidez necesaria a sus productos la hacen muy llevadera. Pero ojo que en el cine americano a los espectadores les toca muchas veces el papel de alumnos, y casi siempre hay una lección esperando ser impartida: en el fondo, los supuestos gestos disolventes de la película parecen perfilados para dar enseguida el paso, como un suspiro de alivio, a una moralina apenas disimulada y a la exaltación de las conductas normalmente aceptadas que de ella se derivan. Elisabeth aprende un par cosas en la vida, comprende que su cuerpo está bien así, o que por lo menos hay que quererse como uno es, y de paso encuentra a su media naranja en la figura del simpático y modesto profesor de gimnasia, ella que pretendía usar a los hombres para poder vivir de mantenida. En el medio, no se priva de unos instantes de ternura con un niño enamorado de una compañerita, al que da instrucciones y consuelo de modo heterodoxo, a la altura de su reputación.
Malas enseñanzas, al final, es cine concebido como deporte, como un muestrario de destrezas en el que de lo que se trata es de llenar cada escena con la mayor cantidad de elementos atractivos posibles. Un fragmento de canción por aquí, un chiste por allá, alguna referencia sexual con cierto grado de explicitud (nada que cualquier argentino no pueda ver en un canal de aire a cualquier hora), o incluso un destello de sentimentalismo: detrás de todo eso, sin que apenas nos demos cuenta –el sigilo también es parte de esa habilidad, cuando está bien empleada–, siempre la lección de civismo, la prescripción de un comportamiento, el filo de alguna pequeña enseñanza que vienen a ofrecerse como contrapartida necesaria de la autoproclamada audacia del planteo inicial, no sea cosa que el espectador se quede inerme viendo como los acontecimientos no terminan de encausarse como corresponde.