Ficción que se disfraza de documental
Hay varias películas dentro de Malón, segundo largometraje de Fabián Fattore. Al menos dos. Por un lado, el realizador de Línea sur –documental que cruzaba textos de Osvaldo Soriano con un viaje emocional por la Patagonia– registra la vida cotidiana de su personaje principal con mirada de entomólogo. Sosa viaja todos los días a la Capital desde algún lugar del conurbano bonaerense, en tren, en colectivo, en subte. Trabaja como mozo en un bar de viejos, de esos que están en franca extinción. En su tiempo libre practica boxeo en un club ferroviario, despunta el vicio de músico con su acordeón, le arregla cosas rotas a su vecina y posible interés amoroso. La cámara se posa sobre él como quien intenta desentrañar un enigma o, al menos, rasgar la superficie de lo aparente. Sosa es el actor Darío Levin, en una composición minimalista y reconcentrada. Y Malón es, en parte, una película de ficción que se disfraza de documental. Recién en el minuto trece de proyección se pronuncian las primeras palabras y, con las voces, surge otro film que se solapa y entrecruza con el anterior.
Si Sosa habla apenas lo justo y necesario, su jefe y los parroquianos del bar hablan hasta por los codos. El tema de las conversaciones parece una obsesión: la historia, desvíos y actualidad del peronismo. Las polémicas sobre ese eterno asunto nacional son escuchadas con atención por el protagonista desde detrás del mostrador, quien de a poco, tibiamente, comienza a interesarse por ese mundo que parece desconocer por completo. Ese otro Malón es mucho más enfático, a pesar de su aparente escondite entre líneas, y para cuando el protagonista se mezcla entre el gentío y las banderas de una movilización popular, el film ha adoptado un discurso que se asemeja al relato iniciático, en este caso iniciación a la interpretación política, tal vez de conciencia de clase. El malón del título es una referencia a la famosa pintura de Angel Della Valle El regreso del malón, que Sosa descubre en toda su magnitud hacia el final de la historia, casi como si fuera un nuevo socio del recientemente creado Instituto de Revisionismo Histórico.
Fattore no logra que esas dos líneas fluyan durante todo el metraje. De esa forma, a una escena marcada por un preciso sentido del encuadre, usualmente aplicado a generar sentido a partir de la simple observación, le sigue otra en la que la charla entre personajes se revela como una emulación epidérmica y naturalista de lo cotidiano. Algunos diálogos suenan falsos, como si no pudieran esconder su cualidad de construcción narrativa, su paso del papel a la pantalla. Lo mejor de Malón son los apuntes que transmite visualmente, los momentos en los que la mirada de Sosa –que la cámara casi nunca abandona– dan cuenta de cierta complejidad del personaje a partir de pinceladas mínimas. El costado más programático del film comienza a ganar fuerza en los tramos finales, poniendo a nuestro héroe en un rol demasiado pasivo, el reservorio de un mensaje o un planteo que nunca vemos crecer realmente en él.