María Luisa (Mari para sus seres queridos) trabajaba desde hacía 30 años como empleada doméstica en la casa de Adriana Yurcovich, una de las dos codirectoras de esta película. Un día, Mari escapa de su muy modesto hogar en Laferrere y pide refugio en el de su empleadora. Está dispuesta a cortar con décadas de maltrato y abuso por parte de un marido alcohólico, hipercontrolador y por momentos incluso golpeador.
Yurcovich y el resto de su familia (la otra directora, Mariana Turkieh, es su hija) no solo la cobijan sino que la empoderan para que cumpla el sueño de terminar la escuela primaria (hermosa la escena cuando dos de sus tres hijos ya grandes asisten emocionados a la ceremonia de graduación) y luego se anote en la secundaria.
Mari vive y trabaja en la misma casa (“dos dias la tengo como empleada y el resto de la semana es mi huésped”, sintetiza en un momento Yurcovich), pero lo más importante es que esta mujer que ya es abuela (en algún momento la veremos reencontrarse con su única hija y sus nietas) también es alguien que quiere recuperar la libertad y el disfrute, la alegría de vivir, ver a sus amigas, salir a bailar, cumplir con sus rituales evengélicos, viajar a su Santiago del Estero natal con un hombre...
Rodada durante más de dos años (lapso considerable que permite apreciar los avances y logros de Mari), la película es básica y sencilla en su dispositivo, sin alardes formales ni regodeos estilísticos, porque el eje está puesto en retratar con la mayor cercanía y pudor posible esta historia de vida sobre perder el miedo, sobre la posibilidad de reinventarse, sobre las segundas oportunidades, sobre la capacidad de superación frente a las circunstancias socioeconómicas y sexuales más adversas. Por eso, por su apuesta a la sororidad femenina, por el respeto en el acercamiento a su protagonista, por darle voz a quienes habitualmente no la tienen (las víctimas de la violencia machista) es que Mari emociona con recursos nobles y genuinos.