"Mari", entre las buenas intenciones y lo éticamente discutible
Llama la atención que una película cargada de buenas intenciones sea tan extraña y éticamente discutible. La Mari del título de este documental, dirigido a cuatro manos por Adriana Yurcovich y su hija Mariana Turkieh, es la empleada doméstica de la amplia casa familiar de las directoras, ubicada en el barrio de Palermo. Hace 30 años que Mari trabaja ahí, según cuenta la voz en off de Yurcovich al inicio del film, pero su vida es un misterio. Hasta que un día llega con un pedido inesperado: quedarse a vivir con ellos porque acaba de dejar la precaria vivienda que compartía con su marido en Laferrere, corazón de la zona más desprotegida del partido de La Matanza.
Ese hombre se llama Oscar y, coinciden vecinos y Mari, no es precisamente tranquilo. Por el contrario, es un típico golpeador celoso y violento, de esos que esperan hasta que llegue la mujer para reprocharle tardanzas e intentos de independencia. La gota que rebalsó el vaso, luego de varias trompadas y amenazas con cuchillos, fue un candado puesto en el portón de la casa. Oriunda de un pequeño pueblo de Santiago del Estero, y con una etapa educativa que terminó a sus 10 años, cuando tuvo que salir a trabajar, Mari se fue con la promesa interna de no volver.
Yurcovich y su marido, una pareja de intelectuales con un abultado poder adquisitivo visible en cada metro cuadrado de su casa, atienden al llamado de su empleada y le arman una habitación donde estaba la oficina de Adriana, puntapié para que las codirectoras inicien un rodaje que consiste, básicamente, en registrar la nueva vida de Mari. Una vida que incluye la posibilidad de reencontrarse con todo aquello que había dejado de lado, desde amistades y vida social hasta el estudio.
Que nunca termine de quedar claro si la actitud gentil del matrimonio se debe a un acto humanista de solidaridad o una curiosidad interclasista, a una suerte de experimento de campo observacional sobre los usos y costumbres de los sectores más humildes de la población -aquel que pasa largas horas diarias viajando desde el conurbano profundo hasta sus puestos laborales porteños- dota al documental de una ambigüedad notoria, en tanto entre quien filma y la filmada se establece un vínculo atravesado por una dinámica de poder clara. En un momento, por ejemplo, con Mari cursando una escuela primaria nocturna, ella le pide al marido de Yurcovich que le firme el boletín. Él responde, en chiste, que no se lo va firmar porque estuvo saliendo de noche.
Con una banda sonora destinada a reforzar los momentos de mayor emotividad –que la película equipara a los de superación personal de su objeto de estudio– y una urgencia formal que coquetea con la desprolijidad, Mari tiene su acto central en una visita –¿o excursión antropológica? – hasta Laferrere para hablar con el marido. Allí comprueban, efectivamente, que se trata de psicópata. La película, sin embargo, piensa en ese hombre como una excepcionalidad, como una rareza zoológica al que ni siquiera las imágenes de Mari en la marcha de Ni Una Menos logran ubicar en un contexto sociocultural donde la violencia machista sigue manifestándose a diario.