La segunda mirada
¿Qué se mira? ¿Cómo se mira? Son preguntas que el cine siempre ha propuesto y que cada espectador puede asumir o no como propias. Particularmente, estoy convencido de que las mejores películas son aquellas capaces de conjugar esos dos niveles sin la necesidad de explicarme nada. Mariposa es formalmente ambiciosa, al menos, en apariencia. Si uno se atiene exclusivamente a la propuesta narrativa, hallará una maquinaria audaz de historias paralelas, de mundos posibles con diferentes opciones de roles y destinos.
Sin embargo, la fragmentación es una ilusión, dado el hábil montaje que propone Berger en el encadenamiento de las situaciones a partir de cambios imperceptibles, sutiles, para nada invasivos -recuerdo la espantosa voz en off de Historias extraordinarias (Mariano Llinás) o El muerto y ser feliz (Javier Rebollo) como recurso intrusivo y condicionante-. Pese a incluir variantes duales (hermanos, novios, deseantes, deseados, etcétera) en las historias que transcurren, nunca el trabajo de montaje impide que el efecto lineal se pierda, y ese horizonte de llegada funciona en la mente del espectador sin que este se vea obligado a armar piezas de rompecabezas innecesarios o a participar de un modus operandi que involucre el intelecto por sobre la emoción. Se trata de un logro, por cierto.
De todos modos, sería injusto restringir el análisis del film al efecto mariposa o esbozar elucubraciones propias de reflexiones en torno a ficciones futuristas. En todo caso, puede considerarse como una auspiciosa excusa para promover la pregunta más relevante si se toma en cuenta que el cine (como dispositivo en sí) moviliza canales perceptivos: ¿cómo se mira? Berger no sólo pone a los cuerpos de sus personajes en situación de mirada y de deseo sino que a través de cada plano trasmite esa experiencia al espectador. Lo suyo es el despojamiento psicológico, la desdramatización verbal. La escenografía que monta en torno a la espera se sustenta en el manejo de la distancia de la cámara para marcar el pulso del deseo y es algo que excede netamente el plano del contenido así como habla de la sensibilidad que trasunta el director para ofrecer un metadiscurso acerca de lo erótico. No es casual la forma en que se encuadra como tampoco son arbitrarias las direcciones que siguen las miradas. Caer en la trampa de la premisa narrativa es aferrarse al artilugio e ignorar que descubrir una película es también sentir, imbuirse en el tiempo, participar de un cúmulo de sensaciones que sólo una sala oscura puede lograr.
La mirada que propone Berger (y la de sus personajes) es escrutadora. En términos de Proust: “exploro el cuerpo del otro como si quisiera ver lo que tiene dentro, como si la causa mecánica de mi deseo estuviera en el cuerpo adverso (soy parecido a esos chiquillos que desmontan un despertador para saber qué es el tiempo)”. Hay una bellísima escena con dos personajes de espaldas, abiertos al paisaje, musicalizada excepcionalmente, bajo el signo de un minimalismo recurrente. Solo, ese plano, respira en la materialidad de la imagen, único en el instante que propone. Es la prueba de que una película puede vivir al margen de la ley (narrativa) y dilatar el presente como ningún otro arte.