Marquetalia

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

Un retrato en fragmentos

La película acompaña con gran libertad a una ex presa política uruguaya que ahora en la vejez se siente prisionera de su propio cuerpo.

“Una cosa es el encierro y otra la soledad”, afirma Elida Baldomir, que sabe de ambas cosas. Hay dos tiempos en la vida de Elida. Uno es el de la cárcel, desde fines de los 70 hasta mediados de la década siguiente, cuando era comandante tupamara y debió soportar el confinamiento y la tortura. Hasta ser liberada junto a sus compañeros, en 1985. Otro es el presente, en que el encierro es el propio cuerpo: sus serios problemas de movilidad la confinan a una silla ortopédica, a un bastón o, sobre todo, a la cama, donde vive despatarrada. “Ya te voy a dar, traidora”, dice, dirigiéndose en femenino a ese cuerpo-cárcel. Curiosamente, de las dos cárceles, la que parecía una catacumba y la de carne, huesos y sangre, Elida dice preferir aquélla, porque allí se sentía acompañada por sus compañeras de militancia y de prisión. “Ahí era todo nosotras, no había mío ni tuyo”. ¿Y la soledad, será ésta?

Según afirma en la entrevista publicada el martes en este diario la realizadora, Laura Linares, estaba preparando otro documental cuando conoció a Elida, y decidió cambiar. Del otro quedan fragmentos: era uno sobre un hogar para ancianos de Montevideo, en el que los pacientes son todos ex presos políticos. Como parte de la investigación dio con la brava Elida, que de entrada la sacó carpiendo. Linares comprendió que era a esa tozuda resistente a quien quería como protagonista. Ahora, y aunque en una escena concurra a un festejo organizado por la Asociación de Presos Políticos del Uruguay, el relato de Elida se contrapone al del hogar. Allí, seres como fantasmas, inmóviles y con la vista perdida (salvo unos pocos más aventajados, que se dedican a leer). Aquí Elida, afirmando, en su departamento, que antes que internarla en un geriátrico más vale que la tiren a las vías del tren, con silla de ruedas y todo.

Marquetalia es un retrato en fragmentos. Un largo pasillo, tal vez simbólico, por donde en algún momento anda Elida, con un andador. Una tormenta eléctrica que pone el cielo de Montevideo color de sangre, entrevista a través de una ventana. Elida y su bastón, intentando correr una cortina, con mucho esfuerzo. La palabra de Elida, algún recuerdo, en vivo o en off. Elida leyendo un libro. Las docenas de cajas de remedios (para el asma, la hipertensión, psicofármacos, somníferos). Una gata besucona y otra compañía, más eventual, Vanessa, la empleada doméstica. La única que osa levantarle la voz. “No me mandés”. “Vos la contás como te conviene”. “Te pasás las 24 horas en la cama por lo deprimida que estás, tenés que salir”. ¿Será así, entonces? ¿Elida podría usar su silla más de lo que la usa? “¿Ves? Como éste era el arnés que yo usaba”, cuenta, señalando una reproducción de Frida Kahlo. Lo inauguró en la prisión, se supone que como consecuencia de la tortura.

Así como asume el fragmento como unidad narrativa, sin aspirar a la continuidad dramática, Linares es sumamente flexible en lo que hace a su propio rol dentro del relato. El planteo básico es observacional, por lo cual se incluyen silencios, pequeñas observaciones visuales, ausencia total de otra voz en off que no sea la de la protagonista. En otras palabras, un(a) cineasta que desaparece detrás de su cámara, de su mirada. Sin embargo, desde un primer momento Elida le habla a ella, cuenta para ella (“Negrita”), y en dos o tres ocasiones Linares --que tiene un magnífico documental previo sobre un preso común barilochense, llamado Dulce espera, interviene con preguntas breves o comentarios monosilábicos. En otro momento la ayuda a vestirse a Elida, en aprietos para colocarse una remera.

“Sabés que te espera la muerte y sin embargo sos feliz, porque vas a cambiar el mundo”, dice Elida, en presente. “Si volviera a los años 60 iba evidentemente a elegir la lucha armada”. Evidentemente.