Fulgores de una vida. Sin dudas, dentro del puñado de películas extranjeras que se han estrenando en salas comerciales de nuestro país desde que las condiciones sanitarias lo permiten, Martín Eden es una excepción. No tanto por ser una coproducción italiana-francesa-alemana, sin estrellas y sobre conflictos (sociales, políticos, de personalidad) complejos y nada complacientes, sino por lo que el realizador Pietro Marcello hace con ese material.
En principio, el guión (escrito por Marcello junto a Maurizio Braucci, quien previamente fuera coguionista de películas como Gomorra y Reality, de Matteo Garrone, o el Pasolini de Abel Ferrara) traslada la acción de la novela homónima de Jack London de Oakland a Nápoles. El retrato de época no procura la minuciosa reproducción de un momento determinado sino que –aunque la historia transcurre evidentemente durante la primera década del siglo XX– hace del tiempo algo elástico, con fugaces momentos que se cruzan como anticipos o flashbacks, como si el relato avanzara sin desestimar los pensamientos, las intuiciones y los recuerdos del protagonista. Lo interesante es que el realizador recurre para ellos a material de archivo, filmaciones en 16 mm. o fragmentos de antiguas películas, logrando que esos segmentos transmitan (por su textura y sutileza, así como también por la musicalización) un tono como de ensueño, entre la perturbación y el lirismo. Recursos que Marcello empleaba también en su película anterior más conocida, la notable La bocca del lupo (premiada en la edición 2010 del BAFICI).
Otro punto de interés, nada menor, se encuentra en las ideas que se sacuden en torno al personaje central (que hace creíble Luca Marinelli, Mejor Actor en el Festival de Venecia 2019), joven marinero que se gana la simpatía de una familia burguesa conociendo a Elena (Jessica Cressy), de la que se enamora al tiempo que descubre la posibilidad de superarse. Sus esfuerzos por brillar como escritor lo van llevando a un doble camino: por un lado cierto éxito, después de muchos tropiezos; por otro (yendo de su amistad con un bohemio socialista y su comprensión por los sufrimientos de trabajadores humildes hasta una suerte de individualismo desprendido de dogmas), el dolor de enfrentar su posición ante la vida con la realidad, lo que incluye los privilegios de clase de la familia en cuestión y sus allegados. No sabe, o no puede, o no quiere, moverse con prudencia en una sociedad en la que gestos de solidaridad se cruzan con el cinismo y la indiferencia de muchos.
Por eso se llega a un desenlace tan distinto a lo que suelen ofrecer las biopics convencionales (tan parecidas a tratados de autoayuda), previsible para quienes conocen la novela original pero resuelto con sobriedad y lucidez.
Por Fernando G. Varea