Esta adaptación muy libre del clásico cuento «El matadero», de Esteban Echeverría, se centra en lo que pasa en otro intento de llevarla al cine en medio de los complicados años ’70 en la Argentina. Con Julio Perillán, Malena Villa, Ailín Salas y Rafael Federman.
En «El matadero» está el origen de la prosa de ficción en la Argentina», escribía Ricardo Piglia en un texto sobre la obra de Esteban Echeverría recopilado en el libro «La Argentina en pedazos». Se trata de un cuento formalmente estilizado pero a la vez cruento y descarnado sobre la violencia en el país en «183…» (sic), época de unitarios y federales, e incluye crueles escenas de golpizas, asesinatos y hasta violaciones en medio de una hambruna generalizada que atravesaba al país. «La historia está llena de sangre y llena de barro», escribió Jorge Luis Borges en el prólogo de una de las ediciones de ese texto fundacional de literatura nacional. No son pocos, en función de los antecedentes, los desafíos en los que se mete Santiago Fillol, el realizador cordobés afincado en Barcelona –guionista de las películas de Oliver Laxe y docente universitario–, a la hora de versionar el cuento de Echeverría. Acaso, la más inteligente de sus decisiones sea la de alejarse por completo, al menos en primera instancia, de lo que sucede en él.
MATADERO es, por un lado, una muy libre transposición del texto a la situación política argentina de 1974. Y, por otro, un juego de espejos acerca de la representación, ya que todo lo que se cuenta está enmarcado dentro de varias cajas de sentido. Los hechos que se narran desde algún tipo de flexible presente son el recuerdo de una filmación de la época que terminó mal. Es un «presente» que mira a los ’70 que mira al siglo XIX, siempre a través del cine, para hablar de la violencia política y de cómo el propio arte de hacer películas la puede replicar. Y, a la vez, quizás sea un intento de resignificar políticamente algunas cuestiones del cuento original.
Esta caja de sorpresas que es MATADERO arranca con una violenta manifestación. Un grupo de personas «escracha» a un auto que lleva a un cineasta a la proyección de una película suya. ¿A qué se debe un hecho así? El cineasta en cuestión es el estadounidense Jared Reed (Julio Perillán) y el hombre va en camino a presentar una película inédita que filmó en 1974 cuyo rodaje terminó mal, inclusive con muertos. Se trata de «El matadero«, su intento por rodar el cuento de Echeverría en esa época convulsionada de la Argentina. La presencia en la sala de una mujer es la que nos lleva mediante sus recuerdos a ese rodaje, a contar qué sucedió entonces y porqué esa ambiciosa película nunca se terminó y quedó inédita.
Una suerte de Dennis Hopper cuando vino a América del Sur a filmar LA ULTIMA PELICULA, Reed es un cineasta que se ve a sí mismo como alguien que quiere captar verdades que van más allá de la prolijidad académica clásica del cine de su país. Es un aventurero (como Werner Herzog, quizás) que cree que las imágenes deben estar vivas, deben «sangrar» y que el cine es más importante que la vida. Especialmente, la de los otros. El apasionado cineasta está en algún lugar de la provincia de Buenos Aires filmando esa ambiciosa versión (de la que vemos una escena con cientos de extras y animales, imágenes bastante cercanas a lo que se narra en el cuento) cuando su productor llega y le dice que se han quedado sin dinero, que se baja del proyecto y le pide que levante todo. No es claro del todo entonces, pero las tensiones políticas de la época juegan su rol ahí.
Pero Reed no cede. Con la ayuda de Vicenta (Malena Villa, la narradora de la historia, la mujer que vimos en el cine anteriormente pero mucho más joven), una estudiante suya argentina de la UCLA, deciden seguir adelante con el proyecto y filmarlo, guerrilla style (acá lo de «guerrilla» cobra un doble significado) en un campo que la familia de Vicenta tiene en Córdoba. Pero para hacer esa versión reducida igual necesitan actores, algunos extras, techo y comida. De a poco todo eso va apareciendo. Reed y Vicenta convocan a un grupo de actores militantes que hacen teatro político en fábricas (la puesta en escena de esa obra es tan prototípica de la época que causa gracia) y algunos obreros y peones para que funcionen como los extras, la turba federal que es parte central del cuento original.
Y allí comienza una metafórica relectura del cuento y de la realidad política de la época. Los intérpretes (Ailín Salas y Rafael Federman, entre otros) son militantes de izquierda pero, pese a sus posiciones ideológicas revolucionarias, su relación con los peones (extras, en el mundo del cine) no es del todo fácil. Y todo se tensa más cuando uno de ellos, por su personalidad combativa y también instigado por Reed en función de darle al film ese «realismo alucinatorio» del que hablaba Borges, entra en tensión con los actores, los provoca e incomoda. Y todo se complicará aún más cuando la realidad política del país en ese momento se haga presente en el rodaje, llevando a las diversas partes de ese rodaje a tomar distintas decisiones y, en algunos casos, a poner en riesgo sus vidas.
Ambiciosa desde lo temático y también desde la puesta en escena (el trabajo de Mauro Herce en la fotografía otorga escenas espectaculares, en especial una en la ruta mientras el equipo de rodaje viaja, además de la inicial y una más cercana al final), MATADERO de Fillol es una película que funciona a mitad de camino entre su ambición teórica y su potencia narrativa. No siempre estos factores coinciden o caminan para el mismo lado, lo cual termina convirtiendo a esa adaptación en un monstruo de dos cabezas. Es una película bella, brusca e inteligente que, por momentos, se maneja de un modo más torpe o mecánico en las cuestiones estrictamente narrativas o actorales.
El tono de la película es curioso, las actuaciones son desparejas y cierta falta de contexto (no tanto en lo político específico, que es claro, sino en la quizás académica conexión que hay entre el cuento original y lo que la película narra) le quita fuerza narrativa. En cierto momento uno analiza y hasta admira el operativo construido en torno a «El matadero» y a la película como tesis sobre la violencia política en la Argentina a lo largo de la historia, más que a lo que sucede dentro de los límites de la ficción. Pero MATADERO (la falta del artículo en el título se puede interpretar de diferentes maneras) no se presenta del todo como un film-ensayo por lo que no intenta necesariamente generar ese distanciamiento entre los hechos y el espectador. Si eso se da, la sensación que se tiene es que es más por la fragilidad del sistema que por una búsqueda concreta.
Hay algo retro, un tanto demodé, en la forma de la película que termina resultando simpático si uno se acerca a ella con esa distancia analítica. Tiene algo de JUAN MOREIRA y del cine político argentino de los ’70 (o de films como de EL MOVIMIENTO, de Benjamín Naishtat), una pizca de FITCARRALDO y una disparidad tonal propia del cine de clase B o de bajos recursos. Por momentos me hizo recordar a AZOR, otra película que analiza los ’70 argentinos desde una perspectiva distinta, enrarecida. Es un ejercicio admirable, en cierto punto, y muy arriesgado por el solo hecho de presentar tamaña operación estructural y aplicarla a un clásico entre clásicos de la literatura. Mi impresión es que sus problemas tienen más que ver con limitaciones concretas y específicas (actuaciones, diálogos, algunas situaciones) que por el planteo elegido.
Releer EL MATADERO en función de la violencia de los ’70, conectar lo que Echeverría cuenta allí con el último medio siglo de grieta política en el país (de unitarios a federales a lo que sea que es ahora) es un ejercicio interesante, algo que han ensayado, de distintos modos, muchos autores (análisis del cuento de Echeverría hay decenas, desde Piglia a Borges pasando por David Viñas, Noe Jitrik, Beatriz Sarlo o Martín Kohan, entre muchísimos otros) y que el cine se lo debía también. Con sus fallas y problemas, la película de Fillol se suma, quizás casualmente, a ARGENTINA, 1985, en el intento de una generación de cineastas que hoy ronda los 40 de hacerse cargo de contar desde la ficción su versión –o su punto de vista personal– de la complicada historia política del país.