Los malos están pero nunca aparecen
Buen policial. Intenso, bien plantado, con diálogos filosos, impecables actuaciones y una acción que no da tregua. Estamos en New Orleans en la campaña política de 2008. La TV machaca con los candidatos en medio de una ciudad oscura, desolada, donde la mafia juega a las cartas. Mientras Obama lanza diagnósticos y promesas, el sistema financiero, el verdadero responsable de las nuevas penurias, no se deja ver, aunque resiste y manda. En la calle pasa lo mismo: los jefes de la mafia nunca aparecen, son nombrados a la distancia; son los que manejan, ordenan y controlan, mientras sus sicarios hacen el trabajo sucio o buscan quién lo haga. El jefe de una bandida mafiosa se propone robarle a un ladrón y contrata a dos marginales; el asalto sale bien, pero después todo se complica: un grupo mafioso quiere sacar partido, surgen delaciones, traiciones cruzadas, entregadas. ¿Y la policía? Bien, gracias. No aparece, tampoco hay mujeres dando vueltas. La historia no es novedosa, pero está bien contada. Tiene algo de Tarantino (esas largas conversaciones cargadas de tensiones y datos), hay clima, personajes bien pintados y la sensación de que, al final, en semejante escenario, todos pierden. En la TV y en la vida. El filme aporta desde sus orillas la imagen desalentadora de un sistema que la TV se encarga de mostrar. Y el parlamento final del Jackie de Brad Pitt, de un desencanto abrumador, parece ser el remate de este desfile de sicarios tristes, sin lujos, solitarios y desanimados. Sus caídas vienen a anunciar el derrumbe que estaba llegando.