La pesadilla americana
El título del tercer largometraje de Andrew Dominik (1967, Nueva Zelanda) parece condensar sus rasgos salientes: basado en una novela policial de George V. Higgins de 1974, acompaña las peripecias de un puñado de marginales violentos (ladronzuelos novatos, sospechosos jugadores de pocker, problemáticos asesinos a sueldo) con elegancia, echando una mirada agria sobre la ilegalidad y la violencia que traspasan la sociedad estadounidense con cierto refinamiento formal.
Si narrativamente el producto se muestra irregular, al mismo tiempo luce atractivo y mucho más digno que la mayoría de los thrillers que asaltan semanalmente las carteleras para reaparecer más tarde en la TV. Algo de la belicosidad y la sequedad del cine con gangsters de los ’70 asoma en este film que transcurre en medio de la campaña presidencial de 2008, con las imágenes de Bush y Obama reproduciéndose en las pantallas de televisión mientras el capitalismo financiero se retuerce.
En cierto sentido, no deja de parecer un recorte en la vida de este país y de estos personajes, de quienes se desea saber un poco más: a Mátalos suavemente le cuesta salir de ese pequeño conjunto de situaciones y encontronazos, haciendo difícil intuir cómo será la vida de estos hombres más allá de lo que exhibe la pantalla.
Pero sus méritos no son pocos, sin embargo. Se ha dicho que, por sus varias escenas de diálogo, remeda atributos del cine de Tarantino, pero esto es relativamente cierto: en las conversaciones del film de Dominik las palabras no tienen más importancia que las miradas y los gestos, y en su atmósfera general hay más abatimiento que cinismo.
Las pocas escenas de violencia son de una prodigiosa estilización. Mostrar un asesinato de un auto a otro o el turbio momento en el que un ladrón adicto es apresado como si fueran cristales y destellos de un calidoscopio, o sugerir un enfrentamiento a tiros fuera de foco mientras un sicario cruza distraídamente la calle, son decisiones que responden al planteo mismo del film, que cuestiona sin desdeñar el artificio. Adornos y apuntes ácidos se combinan, tomando distancia del modelo scorsesiano (ubicándose, en todo caso, más cerca de Drive), permitiendo que el retrato de la sociedad en crisis sea atravesado por grandes canciones y reflexiones en voz alta ligeramente solemnes.
Ray Liotta –que parece salido de Buenos muchachos–, James Gandolfini, Richard Jenkins, Scout Mcnairy y Ben Mendelsohn conforman un elenco homogéneo, demostrando que Dominik sabe dirigir muy bien a sus actores. Es, incluso, el único que consigue buenos trabajos de Brad Pitt (ya lo había logrado en El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford). Sobrio, expresivo, sin recurrir a sus muecas habituales, aquí Pitt (también co-productor del film) asume, además, un personaje diferente a los acostumbrados. Baste señalar que a la única dama que se le cruza en su camino ni siquiera la ayuda con el cierre de su vestido, y que se lo ve siempre desconfiado y desencantado con su patria, al punto de dejarle al espectador, como reflexión última: “Esto no es un país, es un negocio. Dame mi dinero”.