Estilismo con mensaje
El cine estadounidense de los setenta fue grande y perdurable por diversos motivos, no solamente por tener como eje fundamental a una sociedad en conflicto, convulsionada, golpeada desde diversos ángulos (crisis 1971-1973, con rebotes posteriores). En Mátalos suavemente, de ínfulas setenteras, el australiano Andrew Dominik -el de Chopper y la pretenciosa El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford- hace un ejercicio de simulación y adaptación. La novela original (Cogan's Trade, de George V. Higgins) transcurría en Boston en 1974, pero Dominik sitúa la acción de su película en la Nueva Orleáns post Katrina durante la crisis financiera de 2008. La historia es simple: un golpe a un garito de juego manejado por mafiosos y las posteriores represalias. Vemos el trabajo de ladrones, asesinos a sueldo e intermediarios, y apenas se ven mujeres en la película. No hay mucho más, pero con materiales de base no mucho más complicados se hicieron grandes policiales en los setenta: Prime Cut, Charley Varrick, The Seven-Ups, entre muchas otras. Pero Dominik no confía en la historia ni en su relato. Tal vez, a juzgar por su cine espástico, no confíe en la narrativa en absoluto, aunque no se decida a abandonarla con coraje. Y entonces recarga y recarga el estilo. Y hasta logra un festival de la exageración en un actor de buenos antecedentes como James Gandolfini. Y riega todo con unos montajes pretendidamente cancheros, de ángulos múltiples y ralentis que harían sonrojar a los menos inspirados imitadores de Tarantino del siglo pasado. El cancherismo de Dominik es viejo: un personaje se droga con heroína y las imágenes y los sonidos (incluidos fragmentos de la canción de Lou Reed) son dignos de MTV de 1990. Dedicarse a mostrar planos cercanos de vómitos bajo la lluvia y de masa encefálica fuera de su lugar es, a estas alturas del gore, infantilismo cinematográfico, un capricho.
¿Y Brad Pitt? Entra a la película después de un rato, con Johnny Cash -un narrador mucho más fluido que Dominik- de fondo. Tiene una filosa conversación con Richard Jenkins -uno de esos actores cruciales, con la eficiencia como base innegociable- mientras el descalabro del barroquismo estético toma un descanso. En ese momento, el relato parece encaminarse. Pero la ilusión dura poco: enseguida vuelven el exhibicionismo del montaje y el regodeo en cualquier elemento inflado de autoimportancia, como toda la línea Gandolfini y sus interminables conversaciones con Pitt, o las reflexiones de Pitt sobre los asesinatos y unas cuantas cosas más. Sobre el final, por si no hubiera machacado una y otra vez con discursos de George W. Bush y el en ese entonces candidato Obama, Dominik cree que no quedó claro "el mensaje" de su película y lo dice una vez más, de manera lineal y a prueba de distraídos. Si el cine de los setenta podía ser sofisticado de forma seca y brutal para contar la crisis del capitalismo desde su corazón, Dominik prueba que al trabajar solamente sobre la superficie, al no creer en lo que cuenta sino meramente en repetir algo que está claro desde el principio, la narrativa se estanca bajo la vana búsqueda de la creación de climas y el estilismo de cáscara moderna. El periplo es vacío, pero sin angustia: el tedio se impone. Y lo que se pretende crítico se reduce al contenido de una pancarta verbalizado justo antes de los créditos.