Es cierto que el título de la película parecía presagiar lo peor. Y lo peor ocurre, finalmente. Matar a Videla se merecería un uno sin posibilidad de apelación alguna. O un cero, si el cero fuera un número y se pudiera calificar a engendros como este con él (asumido ese déficit, debería inventarse algo equivalente que pudiera contabilizarse por debajo del uno para casos semejantes). Es que Matar a Videla viene a completar la inenarrable impostación de su tono con una cantidad de vicios y defectos que alcanzan a conformar una serie prácticamente infinita, irredimible. Matar a Videla es un campo minado en el que parece haberse trabajado con tanto esmero y enjundia que no se puede dar un paso sin que algo nos pegue de la cintura para abajo. Sí, de pronto se puede optar por la risa como paliativo, a expensas en verdad de las intenciones de la película y tratando de obtener alguna clase de beneficio inesperado en vista del magro rédito que su obligada visión tiene para ofrecernos. Pero es como si nos divirtiéramos mirando hacer piruetas al diablo: tarde o temprano nos damos cuenta y se nos congela la cara, de puro estupor, nomás. Es que realmente uno no puede creer que lo que está viendo se llame a sí mismo cine. Como en una escena en la que el atribulado joven protagonista de la película toca el timbre en una casa medio cheta, y cuando un adolescente le abre la puerta le dice en voz bien alta: “sí, vengo a buscar un revólver que compré por internet”. Pero hay que decir que tampoco se obtiene gran cosa adoptando esa actitud de jocoso abandono con el resto de la película, cuya coraza de solemnidad prueba al fin ser refractaria a la alegría en todas sus formas, inclusive aquella que recibimos por default. Matar a Videla presenta además, como reaseguro contra su congénita banalidad, un rejunte de conceptos célebres esparcidos sin ton ni son para simular un espesor extra del que a todas luces carece. De allí su carácter esencialmente fraudulento y acomodaticio. La película es muy mal cine pero con eso no se conforma. Quiere ser más, quiere ser una cosa distinta, de un orden superior. Como si con el uso indiscriminado de frases (“el deseo se inclina hacia el futuro”, “el mundo es representación”; “el mundo es voluntad”) que se abaratan de inmediato en cuanto entran en fricción con su contexto, todo el conjunto se dispusiera a adquirir una relevancia evidente e impostergable. Porque a las reflexiones del protagonista (que una voz en off no deja de proferir fastidiosamente), que intentan otorgarle el dejo amargo de una conciencia moderna, el spleen de un hombre perdido en medio de un océano de pequeñas claudicaciones y aspiraciones que no se realizan, la película les agrega la apelación de autoridad que pretende derivarse fatalmente de la vigencia de un tema que saca de la galera y que justifica por sorpresa su título: los desaparecidos. Sumando un malestar a otro, Matar a Videla pasa de lo general a lo particular y alcanza un grado único de torpeza y estupidez en el que las heridas se amontonan y malversan y el dolor concreto puede ser una excusa para la disertación perezosa que se disfraza de filosofía y el manotazo irresponsable de actualidad.