Un (frustrado) narodnik en el siglo XXI
En un período de varias décadas (’60, ’70 y ’80) del siglo XIX la Rusia zarista conoció el movimiento de los narodniki (populistas) quienes, tras un momento militante en las aldeas campesinas: “ir al pueblo” –una experiencia que fracasó-, terminaron siendo terroristas individuales (como se retrata, por ejemplo, en Fiebre, el film de la polaca Agnieszka Holland1). Pues bien, en la Argentina del siglo XXI la película Matar a Videla (estrenada recientemente en el Cine Gaumont) propone un personaje un tanto similar: Julián Alvarenga, de 25 años, despierta un día y, en medio de su (aburrido) trabajo, decide renunciar. Al mismo tiempo corta relaciones con su novia, visita su familia y amigos (en un pueblo de Provincia de Buenos Aires) y reflexiona sobre el “sistema en que vivimos” a la manera de un “perdedor radical”2.
Su discurso, descreído y escéptico (dice que las propuestas política de “izquierda”, ni de “derecha” ni de “centro” han llevado a la gente a buen puerto) focaliza en los males de la sociedad: el trabajo rutinario, la desocupación (en las imágenes de los cartoneros y “sintecho”) y, finalmente, en las marchas de derechos humanos. Ahí se ve una especie de vertiginoso “compilado” de imágenes sobre el 24 de marzo: desde Isabel Perón, pasando por la junta de comandantes, las detenciones y represiones, los titulares de los diarios (hablando de los combates contra las guerrillas y detenciones o asesinatos de dirigentes sindicales), la iglesia católica bendiciendo el “Proceso” militar y hasta la “célebre” foto de los escritores Borges y Sábato con Videla y compañía. Deambulando y cavilando por el Congreso, en una marcha de las Madres y Abuelas, decide su “misión” previa al suicidio; la misión que da título a la película. Aunque no como los narodniki rusos, que querían terminar por mano propia con los representantes de la autoridad (el zar, un gobernador, el jefe de policía), Julián pretende “irse” haciendo justicia contra “un punto final mal dado” –o también como una especie de anarquista individualista-.
Julián preparará su plan tras su decisión definitiva y aislamiento (lo que incluyó un par de visitas a la iglesia): comprará un arma por Internet; hará “inteligencia” en la casa de Videla, pero... como lo indica el mismo título que acompaña la película, esta es “una historia sin final feliz”.
Más allá de la historia particular de nuestro “justiciero” la película termina con un mensaje claro... y poco “radical”: “el dolor no da derechos”. Y es la misma Estela de Carlotto, interpretándose a sí misma quien lo dice. Y este mensaje Julián lo repite dos veces.
El director y guionista, Nicolás Capelli, ante la pregunta de qué aporta su ópera prima a la discusión pública sobre la dictadura contestó: “espero que la película no agregue nada” (?!), reivindicó como leitmotiv la frase de Carlotto y aspiró apenas a que “muchos chicos se pregunten quién es Videla”3.
Desde este punto de vista, y aunque no se debe apostar a la primacía de la “acción individual” ante los desafíos sociales y políticos de nuestro tiempo, no se puede negar que cada sujeto, trabajador o estudiante, tiene posibilidades de participar activamente en política si toma conciencia de ellos. Pese a su “atrayente” y “prometedor” título, Matar a Videla, lamentablemente, no plantea siquiera esta posibilidad claramente.