Tiros por elevación
Discursiva aunque ambiciosa, la película no da en el blanco.
De las muchas formas que el cine demostró que hay para revisionar el pasado, con un ojo en el presente, Matar a Videla elige una de riesgo, y que también esconde un atractivo: un joven quiere hacer justicia por mano propia asesinando al ex dictador.
Por supuesto que de Videla no se ve otra cosa que imágenes de archivo -y la toma de unas falsas manos que serían las del genocida acariciando un rosario es patética-. Julián no ha vivido -"como muchos de ustedes", dice- la época de Videla. Sufre y sufrió en carne propia las consecuencias en su familia, y el filme parece tener como público cautivo a jóvenes a los que se quiere acercar los hechos como si fuera la primera vez que escuchan la palabra dictadura.
Igual, las tomas de archivo elegidas -en una se ve a Borges y a Sabato en una recepción con Videla- no dejan de llamar la curiosidad.
"Soy un hombre muerto", se autodefine Julián, que ha decidido suicidarse. Antes, abandona a su novia (Emilia Attias), renuncia a su trabajo y planea hacer lo que reza el título. Compra un revólver por Internet, va a hablar con un cura (Juan Leyrado) para constatar lo que siempre creyó -aquello de que Dios no existe, etc.- y se dispone a acabar con el asesino.
Ambicioso más allá de lo que puede, el filme de Nicolás Capelli sufre por el relato en off del protagonista, y no sólo por que el actor Diego Mesaglio (era el niño de Amigomío, 1994) lo dice sin mucho dramatismo: lo que dice, o lo que piensa, es una bajada de línea expresada de una manera poco y nada convincente. A menos que al espectador le guste que le reciten y esté dispuesto a escuchar en vez de ver, Matar a Videla puede resultar un tanto tediosa.
La aparición de figuras conocidas en el elenco -súmese a Felipe Colombo y a María Fiorentino- en tomas que no les deben haber insumado más de un día o dos de rodaje- habla bien del casting, pero no altera el resultado final. La inclusión de Estela de Carlotto -un personaje de la vida real- hablándole a Julián, uno de ficción, no explicándole ni explayándose, sino simplemente diciéndole de pie que el dolor no da derechos no hace otra cosa que mezclar (no combinar) la realidad con una fantasía. A menos que ése haya sido el deseo, el resultado no es el apropiado.