De Hitler me río Una propuesta arriesgada del alemán Dani Levy. La bajada del título de Mi Führer promete “la verdad verdadera sobre Adolf Hitler”. El director, que no es ningún novato, tiene una decena de películas a cuestas, se embarca en un film que a algunos puede molestar, pero que viéndolo sin prejuicios, resulta una comedia negra, inteligente y deliciosa. Año 1944, la Segunda Guerra Mundial está a punto de terminar. El sueño del Tercer Reich no es más que un fracaso para Hitler (Helge Schneider) y los suyos. Su ministro de propaganda, Goebbels (Sylvester Groth), no está dispuesto a darse por vencido. Organiza un gran discurso alentador para el Führer el día de Año Nuevo. Pero Hitler está viejo, depresivo y algo senil. Para prepararlo, contratan al profesor Adolf Grunbaum (Ulrich Mühe), un actor judío de alta talla, que será el encargado de entrenar a Hitler y hacerlo brillar el día del multitudinario acto en Berlín. El Holocausto es un gran tema para el cine. Muchos han elegido un mismo tratamiento. De todas las películas que comparten el tópico, se desprende ese mismo halo de tristeza mezclado con ira e impotencia que causó Hitler y su exterminio de miles de seres humanos inocentes. Eso es algo irrefutable y que merece el mayor de los respetos. Pero el cine, como arte que se digna de ser, puede tomar una experiencia humana y verla desde un enfoque subjetivo y personal. Es lo que hace Levy al tratar su película con un tono de comedia, al ver desde otra perspectiva lo sucedido. Esto no lo hace irrespetuoso ni poco serio. Esto lo hace autor, de cine en este caso. Es un creador de significado. Toma un significante conocido y le otorga un significado personal. Se corre del paradigma y propone ver las cosas de un modo más liviano, más aceptable, más cercano. Desde la risa más natural, aceptar algunas cosas. Vemos a un Hitler llorón, impotente y aniñado. Un Hitler con una infancia trunca y un presente deplorable. Es la historia contada del lado no convencional, porque la magnitud de lo sucedido del otro lado, acapara y se adueña del imaginario colectivo. Pero Levy tiene, en un punto, un pensamiento lateral. No va hacia el lugar común de Hitler como el monstruo, sino que va al Hitler cotidiano, y en este caso lo pinta como un hombre débil, caprichoso y manipulable. Y el espectador acepta esta faceta del dictador como novedad, se entrega a conocer algo que el cine no se ha ocupado de mostrar aún. Esta historia, contada de esta forma, se sostiene porque tiene un guión sólido, sobre todo en lo que hace al diseño de personajes. Siguiendo al protagonista, Gaubaum, vamos sintiendo como audiencia, casi las mismas sensaciones que Hitler le produce a él. Primero lo aborrecemos, después nos confunde, más tarde empezamos a interpretarlo. Así, llegamos hacia el final, repudiándolo pero al mismo tiempo comprendiendo que es un ser inseguro y sin autoestima que recurre al poder para inferiorizar a otros y mantenerse en pie. Un cine alemán que viene dando qué hablar. Ahora es el turno de Mi Führer. Verán en el Hitler nefasto y mediocre de Levy una construcción acertada que justificará la risa al margen del horror.
El pequeño dictador (Freud para principiantes) Hace ya un par de años pude ver en un DVD que me habían enviado este film y -si bien estuvo lejos de indignarme (no es, en ningún sentido, La vida es bella)- me pareció una sátira fallida y menor. Hace pocos días, haciendo zapping por la noche, me volví a topar con esta ¿comedia? ¿negra? de Dani Levy, creo, en Cinemax. Habré aguantado media hora y ese tiempo me alcanzó para recordar todo aquello que había sentido en aquella primera y lejana visión. El film no es gracioso, no es mordaz ni provocativo, sino más bien torpe y patético. El Adolf Hitler de Levy es un pobre tipo, un ser miserable, impotente, depresivo y lleno de traumas producto (Freud de manual) de los abusos infligidos por su padre cuando era un niño. Vemos al mayor genocida de la historia jugar en su bañera con barquitos de guerra como si fuera un nene con sus patitos (foto) y nos damos cuenta de que muchas veces del grotesco no se vuelve. La trama es más o menos así: un director teatral judío (el gran Ulrich Mühe, visto en La vida de los otros) es retirado de un campo de concentración para que ejerza como profesor de dicción de un Führer demasiado inseguro pocos días antes de dar un discurso a la nación, el 1º de enero de 1945. En verdad, se trata de un complot de Goebbels y compañía, que pretenden montar un atentado contra él para sacárselo de encima. A su vez, está el dilema moral del profesor judío, que tiene la oportunidad de matarlo con sus propias manos o de salvar a su familia del Holocausto. Si la premisa puede sonar interesante en algún aspecto, Levy dilapida cualquier atisbo de ingenio o inteligencia con una puesta en escena grandilocuente, obvia y superficial, que nunca encuentra el punzante tono tragicómico que una historia de estas dimensiones necesitaría para salir airosa. Una película que ni siquiera da para el escándalo ni la polémica. Un film decididamente olvidable.
El riesgo de ser trivial Adolf Hitler era impotente, se hacía pis en la cama y no tenía la suficiente inteligencia como para intuir que en su entorno íntimo se urdían las redes conspirativas más humillantes. Esa podría ser -a grandes rasgos- la síntesis conceptual de My Fuhrer, film del director suizo (hoy radicado en Berlín) Dani Levy, que busca a través de la ridiculización del líder nazi establecer, por un lado, cierta empatía con el público y por el otro dejar bien marcada una actitud de revancha para reivindicar una deuda histórica con el pueblo judío. No es de extrañar que sigan habiendo aún hoy discursos que ponen en duda la existencia del holocausto e inclusive que exista algún mortal que ignore quién era Adolf Hitler (tal como puede apreciarse en los créditos finales de esta película). Quizá en respuesta a tamaña idiotez es que Levy apeló a contar esta historia que maneja un sentido del humor bastante básico, por no decir pasado de moda. La premisa es sencilla: con motivo de un multitudinario discurso ante las masas el 1ero. de enero de 1945, el pobre Adolf (Helge Schneider) se encuentra desmotivado, deprimido, pese a los falsos informes que ocultan la inminente derrota del Reich que ya ni él mismo puede creer. Así las cosas, a J. Goebbels (Sylvester Groth) se le ocurre la brillante idea de rescatar del campo de concentración a un eximio actor judío llamado Adolf Israel Grunbaum (el ya fallecido Ulrich Mûhe), a quien se le encomienda la tarea de preparar al fuhrer para la ocasión con el simple objetivo de mejorarle la autoestima. A cambio se le ofrece la liberación inmediata de su familia. De este modo, la relación entre el actor y Hitler se afianza en un terreno que va desde la camaradería hasta la intimidad más absoluta, donde comenzarán a revelarse las profundas heridas del máximo genocida de la historia moderna. Un poco de sátira, otro poco de ironía conforman el núcleo del relato que no repara en humillaciones a la figura del dictador ni tampoco en despojar de cualquier aspecto controvertido al héroe, preservándole el podio de mártir. Apenas pueden rescatarse las actuaciones y algún que otro pasaje gracioso, pero esto no alcanza. Cuando se piensa una trama en una única dirección clausurando cualquier atajo alternativo se corre con una desventaja: la mala interpretación. Este es un caso paradigmático porque se recurre al ridículo como principio y no como consecuencia; como fin en lugar de medio se tiende a trivializar y relativizar cualquier contenido.
Hitler, parodiado con muchas vacilaciones Que el cine alemán pueda, por primera vez, burlarse de Hitler por vía de la sátira, puede ser una muestra del saludable estado actual de su sociedad, pero implica también el riesgo de relativizar los crímenes del nazismo. El director judío de origen suizo Dani Levy se atreve a enfrentar ese compromiso. Que no logre sortearlo en todos los casos (ridiculizar al Führer presentándolo como un pobre tipo que no ha podido superar las humillaciones a que lo sometía su padre y que serían el remoto origen de sus monstruosidades, puede inspirar en el espectador -más allá de las intenciones del director- cierta simpatía), es uno de los problemas del film, que se aleja así de la burla despiadada que buscaron Chaplin o Lubitsch. Otro, quizá más notorio, es que le cuesta equilibrar el franco tono paródico de gran parte de las escenas con aquellas otras, más realistas, que apuntan a la dramática situación de los judíos, como si se sintiera obligado a aclarar que, más allá de las risas y las bufonadas no olvida el dolor y los horrores padecidos por las víctimas de la barbarie nazi. Un Hitler que no convence El film parte de una ingeniosa idea original: en 1945, la guerra ya está casi perdida, Berlín en ruinas y Hitler deprimido. Mal momento para una crisis de confianza, sobre todo ahora que el Führer tiene que levantar la moral del pueblo con una inflamada arenga durante un show de fin de año trucado por Leni Riefenstahl. Goebbels trae una solución: es Adolf Grünbaum, un gran actor judío prisionero en un campo de concentración, que podría, con sus lecciones de teatro, devolverle a su alicaído jefe la potencia de su oratoria. Así se entabla la intimidad entre los dos Adolf, motivo de unas cuantas situaciones cómicas que a veces son graciosas (como cuando el famoso bigotito se ve accidentalmente reducido a la mitad); a veces revelan algún ingenio (la idea de la ventriloquía, la tragicómica escena de Hitler compartiendo la cama con el matrimonio judío), y muchas veces resultan bastante pueriles. Así y todo, es el sector humorístico el que confiere al fallido film alguna diversión. Helge Schneider no parece un Hitler demasiado convincente; en cambio, son admirables los desempeños de Ulrich Muhe, el malogrado actor de La vida de los otros (Grünbaum) y Sylvester Groth (Goebbels).
La parodia del genocida Sátira que muestra a un Hitler absurdo, a finales de la Segunda Guerra. La sátira trágica Mi Führer muestra, en el tramo final de la Segunda Guerra, a un Adolf Hitler paródico: patético, infantil, acomplejado, impotente, pusilánime, contradictorio. A un genocida que, tras tomar contacto con un prisionero de un campo de concentración, y revivir las humillaciones sufridas a manos de su padre, llega a decir que su idea no era asesinar judíos sino confinarlos al desierto del norte de Africa. Ojo: cuando este personaje queda al borde de la justificación -en base a una aplicación simplona del psicoanálisis- o la lástima, el realizador suizo Dani Levy nos recuerda lo terrible (en realidad, lo desagradable) que fue Hitler. La gacetilla del filme nos explica, además, que Levy es judío -hijo de una alemana que escapó del nazismo- y que por momentos trabajó desde "el odio, la comicidad subversiva". En primer lugar: ser judío no exime a nadie de incurrir en irresponsabilidades cinematográficas (Levy mismo muestra, con los créditos, imágenes, supuestamente documentales, de gente joven que no sabe quién fue Hitler). En segundo, la comicidad de Mi Führer no es subversiva sino revulsiva: y sólo por el "facilismo" de jugar con uno de los símbolos más abominables de la Humanidad. Levy nos recuerda que Charles Chaplin y Ernst Lubitsch también rodaron sátiras sobre el nazismo. Claro que El gran dictador es de 1940; y Ser o no ser, de 1942. Y que ambas son obras maestras: un detalle nada menor a la hora tomar grandes riesgos. Aclaremos: Mi Führer no es una película pronazi; más bien procura ser lo contrario, con sentimentalismo incluido. Pero su resultado es, por lo menos, polémico: aunque su fin principal sea ridiculizar a Hitler, la historia abona la teoría del cerco alrededor de un dictador más extraviado que cruel, con Goebbels como representante del mal en estado puro. El resultado artístico es apenas discreto: Mi Führer no tiene consistencia como drama ni efectividad como comedia; funciona como una mezcla de grotesco y fábula trágica, de grandilocuente moraleja. La trama comienza a fines de 1944. Hitler (Helge Schneider, cómico y músico alemán) se hunde en la depresión. Pero Goebbels (Sylvester Groth, que hace el mismo personaje en Bastardos sin gloria) tiene un plan para levantar la moral alemana: armar un desfile por calles de Berlín reconstruidas con decorados cinematográficos y filmar un encendido discurso del Führer ante la multitud exacerbada. El único capaz de ayudar, en la lógica de filme, es un actor judío, antiguo profesor de oratoria de Hitler, que está en un campo de exterminio. Se llama Adolf Grünbaum y es interpretado por el ya fallecido Ulrich Mühe, protagonista de La vida de los otros. La película se centra en la relación entre los dos Adolf: Hitler, que se va humanizando -a su pesar- por Grünbaum; y Grünbaum, que tiene el dilema de asesinar o no a Hitler. Para agregar tensión, Goebbels planea volar a Hitler por el aire en pleno discurso, culpar a Grünbaum y crispar -aun más- a los alemanes. El filme ofrece algunas actuaciones acertadas, cierta intriga y puestas grandilocuentes. No mucho más.
Hitler estilo “Gran Cuñado” Convertir al nazismo en farsa cinematográfica no es una novedad y allí están El gran dictador, Ser o no ser y hasta Bastardos sin gloria para probarlo. Lo que sí es nuevo es que eso se haga en Alemania, aunque los resultados no son alentadores. “¡Quiero a mi judío!”, brama el Führer en su despacho de la Cancillería, al enterarse de que el ser que más quiere en el mundo –más incluso que a su amada perra Blondi– acaba de ser reenviado al campo de concentración del que lo trajeron, después de una pequeña riña con Goebbels. Convertir al nazismo en farsa cinematográfica no es precisamente una novedad, y allí están El gran dictador, Ser o no ser, ¿Dónde está el frente? y hasta Bastardos sin gloria para probarlo. Lo que sí es nuevo es que eso se haga en Alemania. Hasta el punto de que ya antes de su estreno allí, un par de años atrás, Mein Führer habría provocado, de acuerdo a lo que informan los cables, “un acalorado debate”. La pucha que estará disminuida la temperatura de los debates políticos en el mundo entero, si esta pequeña farsa, más próxima a Gran Cuñado que a Celebrity Death Match, hizo subir el termómetro de ese modo. Corre el mes de diciembre de 1944, los aviones aliados surcan los cielos del Reich, el gobierno de mil años tambalea y el Führer se quedó sin voz. Ese es el cuadro de situación, justo en el momento en que Josef Goebbels cranea la idea de un gigantesco acto de masas, que deberá devolverle la confianza al pueblo. Para eso se requieren dos cosas: que Albert Speer diseñe una Berlín de cartón, que tape las ruinas del centro, y que Adolf recupere la voz y dé un discurso. Para ello, el ministro de Propaganda acaba de convocar a un actor (¿un otorrinolaringólogo no hubiera sido más pertinente?). El actor también se llama Adolf. El apellido es algo más preocupante: Grünbaum. Es más: el tipo está prisionero en un campo de concentración y de allí lo trasladarán directamente al edificio de la Cancillería, donde termina convertido en el asistente de más confianza para el hombre del bigote mocho. Habrá quien ponga el grito en el cielo ante ciertas escenas, como una en la que la esposa del pobre prisionero judío lo acusa de ser “tan soberbio como Hitler”. Sin embargo, los riesgos de la película escrita y dirigida por el suizo-judío Dany Levy parecerían ser otros. Ser más aparatosa que graciosa es, seguramente, el principal de ellos. Comedia trabajosa, Mein Führer parecería no tener en cuenta que hasta el absurdo es hijo de la lógica. Cómo creer, por ejemplo, a un personaje como el de Grünbaum, que sale del campo de concentración tan fresco y saludable como una lechuguita, y hasta con un dejo de pedantismo actoral. Cómo admitir que noquee al Führer en medio de su despacho, sin que los uniformados Goebbels, Speer, Himmler y Bormann reaccionen. O que esté a punto de asesinarlo con un pesado objeto de decoración, sin que ninguno de esos temibles capitostes mueva un dedo. Todo lo cual no quiere decir que Mein Führer sea políticamente absolvible. El Hitler que pinta es tan patético (no puede con Eva Braun en la cama, la perra lo mea, el fantasma del padre lo tortura, Goebbels lo quiere matar) que podría salirse del cine con la sensación de que el tipo, pobre Adolfo, anda necesitando urgente alguien que lo proteja y lo cuide. ¿Un prisionero judío, tal vez?
Hitler ni siquiera causa risas Satirizar a Hitler no es una mala idea. Después de todo, la complejidad del personaje es suficiente como para que se lo pueda abordar desde diferentes lugares y el humor no es necesariamente una mala elección a priori. Sin embargo, para que un film sobre alguien tan liminar y peligroso –en todo sentido– tenga fuerza es necesaria, en primer lugar, la efectividad. Seamos claros: si no nos reímos en este caso, no hay reflexión posible. No alcanza con la incorrección política ni con el gesto riesgoso para que un film llegue a buen término. Tal es el mayor pecado de Mi Führer, comedia del suizo Dani Levy. El film narra cómo un Hitler totalmente idiota y pueril, con la guerra casi perdida, toma clases de actuación para convencer a su país de llevar la guerra hasta las últimas consecuencias. Su profesor es un hombre sacado por el propio Goebbels de un campo de concentración. El asunto, así visto, parece al mismo tiempo riesgoso y atractivo; el film, sin embargo, elude con éxito tanto el riesgo como la posibilidad de sentirse atraído por lo que narra o –lo que es peor– por cómo lo narra. El mayor problema es que el film carece de auténtica comicidad. Lo más interesante de Hitler es que no era un extraterrestre ni una marioneta, sino un ser humano. La caracterización que Levy pone en la pantalla no sólo elude toda comprensión del personaje, sino que lo destruye desde el primer trazo. En los años 40, los grandes caricaturistas que hacían animación en Warner Bros. supieron reírse del líder alemán; esos dibujos –eminentemente satíricos desde el propio diseño– salen ganando en humanidad cuando se los compara con la idea de Hitler que Levy pone en pantalla. El efecto final, desgraciadamente, es de enorme distancia y de desinterés. Algo peligroso, ya que al negarle cualquier rasgo de humanidad (incluso negativa) al personaje a través de una burla no razonada, su irrealidad –y, por lo tanto, su imposibilidad– se imponen. Este film, al banalizarlo, niega la existencia del mal: es, apenas, un largo sketch televisivo con la comicidad de las peores comedias argentinas.
Vi Mi Führer el año pasado durante el Festival de Cine Alemán en una sala llena. La gente se reía, claro que no toda, pero se reía mucho. Yo, por el contrario, estuve invadida por la incomodidad los 95 minutos que duró la película, preguntándome qué carajo les causaba gracia. El argumento me resultaba (resulta) un tanto sobrecogedor: Hitler está perdiendo su poder de oratoria, su autoestima y su carisma ante la masa hacia fines de la guerra y Goebbels decide contratar al mejor actor de Alemania para que le dé clases de actuación, para que lo ayude. El detalle es que el mejor actor de Alemania es judío y se encuentra prisionero en un campo de concentración. Desde allí lo sacan junto con toda su familia con el objetivo de “darle una mano” al Führer con sus discursos. Como dije, no puedo evitar pensar que todo este planteo es bastante terrible. Si bien tengo sentimientos encontrados con la representación de la Shoah, la idea de que se ridiculice a la figura de Hitler no me perturba en absoluto, y por ahí hay un puñado de grandes películas (a las que se nombró en cuanta crítica de Mi Führer haya aparecido) que lo hacen muy bien. Lo que me resulta casi intolerable es que se banalice el contexto. No creo que haya pasado el tiempo suficiente (uno de los conceptos que leí por ahí) como para que alguien pueda reírse con un chiste acerca de la “solución final”, no al menos en los términos en que se enuncia en esta película. Y, por otro lado, aunque considero que todo se puede mostrar, también creo que uno, en tanto espectador crítico, se posiciona (o al menos sería lo deseable) desde una determinada moral a la hora de analizar aquello que se muestra. El debate sobre esta cuestión es interminable y muy interesante. Por esa razón mostrar a un Hitler idiota y balbuceante que “necesite” de la ayuda (y la obtenga) de un casi rozagante prisionero de un campo de concentración me genera, como mínimo, mucho ruido y me deja un gusto desagradable. Si a eso le sumamos que la película es, en términos exclusivamente cinematográficos, pobre y convencional, sin demasiado ritmo y muy poco creíble (aún en sus propios términos) el resultado es olvidable y, desde ya, moralmente discutible. Su único mérito (el que además no creo que haya sido intencional) es instalar este debate.
¿Un niño que sólo quería llamar la atención? En esta comedia negra, el director Dany Levy nos transporta a fines del año 1944, cuando el mundo podía sentir que el poderío de Hitler se encontraba en sus últimos días. Mientras que el argumento muestra a un Adolf Hitler (Helge Schneider) en los finales de su poderío y como quizás muchos lo imaginan: deteriorado, débil y casi al borde de la locura. Con la necesidad de ayuda y el apoyo de un profesional que aumente su credibilidad y oratoria, para el discurso de Año Nuevo, ante una Alemania cansada y casi sin fe. Para lograr esto, sus colaboradores deciden retirar de un campo de concentración a un maestro actor judío, Adolf Grünbaum (Ulrich Mühe) que va negociando su trabajo a cambio de pedidos inimaginables para el pensamiento nazi de la época. En casi toda la película se lo puede ver al Fuhrer como un nene caprichoso, inestable y atormentado por los recuerdos de un padre que solía golpearlo. Mientras este couch de la actuación trata de elevar la autoestima del dictador alemán y lucha con la idea de matarlo y vengar a su pueblo, los espectadores se irán enterando del plan que tiene la SS de matar al Fuhrer y cargar la culpa a Grünbaum. Con algunas ideas ya vistas en la cinta de Tarantino (Bastardos sin Gloria): la traición al Fuhrer, las cámaras filmando la situación y la idea del atentado en manos de gente vinculada al cine. Esta historia comienza con mucho potencial pero no logra su cometido, que es hacer humor, y aunque la ambientación general es buena y muestra una Berlín casi destruída (con el agregado visual de imágenes en blanco y negro), se hace muy difícil mantener la atención en la pantalla y, más aún, reírse por las situaciones que presenta.