Franca González, pampeana ella, se obsesionó en los últimos años con la historia de Miró, un pequeño pueblo fundado en 1901 por mayoría de criollos e inmigrantes italianos a la vera de las vías del ferrocarril. Llegó a tener unos 500 habitantes, almacén de ramos generales, hotel, bar, escuela, comisaría, peluquería, herrería y hasta un prostíbulo. Pero en 1912 fue abandonado por la gente, que se trasladó en su mayoría a localidades cercanas como Aguas Buenas y Alta Italia. Hoy quedan pocos vestigios (básicamente lo que fuera la estación del tren) y casi ningún recuerdo. Este país tiene un problema serio con la memoria y, a nivel económico, las plantaciones de soja han arrasado con (casi) todo.
Por suerte, todavía quedan cineastas como González que, a las búsquedas estéticas y hasta podríamos decir líricas de este film (la fotografía es bellísima y combina minuciosos planos fijos con panorámicas a puro drones) le suman un sentido detectivesco (y por momentos del orden de lo antropológico) al relato. Cartas, planos, objetos y algunos testimonios son las piezas que la realizadora va encontrando para reconstruir un rompecabezas escurridizo y enigmático. “Una especie de pequeña Pompeya”, resumió con acierto González.
Por momentos, puede que la carga melancólica resulte un poco recargada, pero al fin de cuentas es algo lógico, ya que se trata de un viaje a un pasado del que casi no quedan registros. Su película es un viaje en el tiempo. Un pertinaz, obstinado trabajo de investigación. Un antídoto contra el olvido.