“Ya casi nada se parece a mis recuerdos”.
Miró, las huellas del olvido (2018) reconstruye con mucha paciencia la historia del pueblo homónimo, fundado en La Pampa a principios del siglo pasado. Lo hace a través de los testimonios de algunos de sus ex habitantes y testigos. El documental se convierte de a poco en un testamento antropológico de Miró, pero sin pretenderlo. Es un documental en el sentido más puro del término, un documento que registra la ausencia de este pueblo, sus restos encarnados en los habitantes que lo sobreviven.
Lo fascinante de la obra es su manera de escudriñar en cartas, fotos, mapas, entrevistas e, incluso, una llamada telefónica, para reconstruir el pasado del pueblo desaparecido. Como si articulando la perspectiva de cada individuo y los pocos objetos y medios que los circundan se pudiera uno acercar a una época perdida. O siquiera pretenderlo. Porque ¿cómo se puede evocar un lugar si no hay cosas para traerlo de vuelta? Viendo el film surge el temor efímero de que estos testigos entrevistados fallezcan y ya no haya más relato que el recogido acá. Es en ese momento donde el documental se convierte en un registro que además cuida los planos dedicados al pueblo, hurgando en el olvido, poesía que queda tras la ausencia.
“Está quemando cartas, fotos, casi todo lo que trajo”.
Pero no se trata de una reconstrucción engañosa la del documental. Mucho menos de pretender ser imparcial. Es una elaboración como la que se hace en una escena con vasijas rotas encontradas en el terreno donde solía estar el pueblo. Se trata de vasijas rearmadas pedazo a pedazo y con piezas faltantes. González no quiere enmendar lo olvidado, sino exponerlo. Y para ello incluye, por ejemplo, lo que ya no es recordado por quienes entrevista, como el nombre de un restaurante que existía en el pueblo o los testimonios de a ratos dubitativos de algunos.
A esto se suman la cinematografía y la música de la película que enriquecen lo observado. Pablo Parra y Guillermo Pesoa no adornan fútilmente las imágenes. Más bien buscan un sentido otro a las palabras que escuchamos. Es como si estuviéramos a la expectativa de un resurgimiento que queremos que llegue, pero nunca ocurre: el de un lugar acallado a fuerza de que quienes vivieron ahí hace más de un siglo se sobrepongan a la mudanza, a costas de no recordar la migración obligada o por el simple (e implacable) paso del tiempo.
Sea como sea, queda este documental como una piedra del recuerdo, así como lo hizo Liebig (2017). Sólo que Miró va un poco más allá porque el pueblo que hurga ya no existe sino a través de objetos enterrados, algunas palabras o algún registro. Quedarán estas imágenes como quien explora en el olvido hasta que recuerda, apenas por un instante, la palabra perdida.
“No pienso mirar atrás”.