Combate Tras su paso por la Berlinale se estrena en la Sala Lugones Mis sesiones de lucha ((Mes séances de lutte, 2013), film de Jacques Doillon que irá acompañado por una retrospectiva de su obra que incluye Las manos en la cabeza (Les doigts dans la tête, 1974); El primero que llegue (Le premier venu , 2008); y Le mariage à trois (2010). Una relación que se construye en base a la lucha, en un comienzo verbal para luego pasar a lo corporal, es el tema elegido en esta controversial película que ahonda en la psicología de dos personajes que encuentran el goce y la exteriorización de sus sentimientos a través de la violencia. Ella (Sara Forestier) regresa al pueblo para asistir al funeral de su padre con el que no tuvo una buena relación. Sin parecer importarle la herencia solo reclama el piano que supo tocar en otra época. Ahí aparecerán su hermana, su mejor amiga y Él (James Thierrée), un viejo y olvidado amor. Reproches, cinismo, ironía y maltrato psicológico será todo lo que tenga para dar esta mujer con una clara inestabilidad emocional y que buscará a través de una propuesta, que incluye sesiones de luchas diarias entre ambos, exteriorizar el dolor interno. Lo que comienza siendo verbal devendrá en corporal, al punto que solo podrán concretar en el plano sexual a través de una lucha sadomasoquista cuerpo a cuerpo. Doillon utiliza una cámara en mano para seguir a los personajes en una película plasmada de violencia verbal que irá creciendo hasta convertirse en corporal (solo en los últimos 15 minutos). El lugar elegido será un páramo desolado y no más que cuatro personajes. Minimalismo extremo para hablar sobre la necesidad de sentir dolor exterior para aplacar el dolor interior.
Cuerpo a cuerpo Se estrena esta reciente película de Doillon, aunque en verdad resultan más valiosos los otros tres films que la Lugones exhibe como complemento. Jacques Doillon es un muy interesante director francés (allí está, por ejemplo, la notable El primero que llegue, que la Sala Lugones también exhibirá en próximos días), pero Mis sesiones de lucha me pareció un ejercicio bastante torpe de psicologismo no exento de regodeo en un sadismo lindante con la crueldad. Con sólo cuatro personajes en pantalla, esta sucesión de tensas discusiones de a dos, se parece demasiado a un ejercicio de teatro filmado, por más que la cámara en mano y la cercanía del lente con los rostros de los actores intente darle algo más de dinamismo y crudeza al relato. Ella (Sara Forestier) regresa a un pueblo rural para asistir al funeral de su padre, con quien nunca se ha llevado bien. En principio no quiere nada como herencia (sólo amaga con reclamar un piano que ella supo tocar), pero allí están su mejor amiga (Mahault Mollaret) y su hermana (Louise Szpindel) como receptáculos de sus rencores, traumas y venenos acumulados en el tiempo. Sin embargo, el eje de los conflictos son los sucesivos encuentros -dominados por recriminaciones, manipulaciones, seducciones, diálogos cínicos y arranques de furia- entre ella, una joven decididamente inestable, y él (James Thiérrée), un vecino algo más veterano y en apariencia menos violento. La intensidad de esos encuentros, que devendrán en las sesiones de lucha a las que alude el título, aumentan, pero no así el interés que despiertan en el espectador. Una propuesta extrema, sí, pero para mi gusto bastante irritante y fallida.
Ritual de pasión y violencia "Cuanto más se ama a alguien, más cerca se está de odiarlo." Eso asegura una de las máximas que el aristócrata francés François de La Rochefoucauld pergeñó en el siglo XVII y calza a la perfección con el espíritu de esta película del francés Jacques Doillon que revitaliza la saludable idea de programar estrenos en la Sala Lugones del Teatro San Martín, un espacio mayormente dedicado a valiosos ciclos y revisiones (de hecho, habrá un foco de otros tres largos de Doillon que acompañará a este film). Cineasta veterano (nació en 1944) y de vasta filmografía (ha dirigido cerca de treinta largometrajes), Doillon pertenece a la misma camada de Philippe Garrel, posterior a la explosión de la nouvelle vague. Los cinéfilos locales más memoriosos seguramente recordarán Ponette (1996), conmovedora película protagonizada por Victoire Thivisol cuando tenía apenas cuatro años. La problemática amorosa y el despliegue físico para tematizar los misterios psicológicos son dos de las constantes del cine de este director. Y en este caso quizá más que nunca: los protagonistas excluyentes de la película son los personajes sin nombre específico que encarnan Sara Forestier y James Thierrée, embarcados en una disputa verbal que evolucionará gradualmente hacia un tipo de violencia corporal cargada de pasión y erotismo. Doillon reitera el juego durante buena parte de la historia, convierte ese extraño ritual que replica algunas investigaciones de la danza contemporánea en el corazón del relato y también encuentra allí una de sus limitaciones más evidentes: la simbología es un poco obvia y la tensión disminuye a medida que la información se repite. Una cámara inquieta sigue a los personajes en un escenario de límites precisos ubicado en medio de la inmensidad de la campiña francesa y subraya sus ánimos inestables, ecos notorios de algunos traumas del pasado: "Mi problema es la familia de mierda que tengo desde hace veinte años; el tuyo, que nunca pudiste acostarte conmigo", sintetiza la impulsiva y provocadora jovencita que Forestier interpreta con la misma intensidad con la que Thierrée, nieto de Charles Chaplin y bisnieto del dramaturgo Eugene O'Neill, aborda su papel. Temáticas muy transitadas, como la pulsión amorosa (con las perversiones, la dominación y la entrega como motores), la paternidad y hasta los asuntos vocacionales son parte del menú que Doillon intenta presentar de una manera novedosa. Lo logra de a ratos, cuando consigue que, como explicita en un pasaje el personaje de Thierrée, la excitación sea provocada por no saber lo que va a ocurrir. Pero está claro que en la película hay más eficacia conseguida por el efecto de la acumulación que por el de la sorpresa.
Otra escena de la vieja batalla de los sexos Si La piel de Venus proponía un combate dialéctico entre hombre y mujer desde la perspectiva del teatro filmado, la obra del veterano realizador francés lo traslada al lenguaje cinematográfico, llevando la pérdida de control al extremo del absurdo.Está claro, desde un comienzo, que ni el cuarentón con aspecto de dandy fáunico ni la bella chica desafiante creen en el mandato que recomendaba hacer el amor y no la guerra. Para ellos, el amor es la guerra. Una guerra psicológica primero, preparativos de guerra después, la plena colisión armada finalmente. Y no están dispuestos a renunciar a ese excitante enfrentamiento. Un largo y único pas-de-deux, Mis sesiones de lucha no admite otros protagonistas que sus dos contrincantes (con las únicas excepciones de una presencia fantasmal, una semirrival y una asesora, todos en el rincón de ella), otro escenario que no sea ese rincón rural típicamente francés (en el que todo signo de salvajismo es mantenido a raya por una elegante forma de civilización), otro foco de atención que la pelea de fondo entre El y Ella. Anónimos, como corresponde a dos arquetipos. Alcohólicos anónimos de la guerra de sexos.Ella llega con sonrisa juguetona, se resbala subiendo una cuestita, se ríe del resbalón, va directo hacia él, que está más o menos sucio de barro, y en lugar de saludarlo se queda mirándolo en silencio. El responde con otro silencio, como el boxeador que en los primeros rounds mide al contrario. Ella ocupó el centro del ring, y lo mismo parece haber hecho el día que se conocieron, un tiempo atrás (no se sabe exactamente cuándo; el relato diluye datos y nombres), cuando él le ofreció refugio en su casa y ella se presentó en su habitación en medio de la noche, en remerita, arguyendo que no podía dormir. El tuvo una erección, pero no se lo dijo. Se lo dice ahora. ¿Por qué no se lo dijo o se lo mostró, tuvieron sexo y ya?, se pregunta el espectador. Porque antes tenían (tienen) que estar seguros de que el otro no va a lastimarlos. Y para eso no hay nada mejor que planificar el modo en que van a lastimarse, y llevarlo a cabo (ponerlo en escena) como un estricto ritual.Es inevitable comparar el primer tercio de Mis sesiones de lucha con La piel de Venus, interesada traducción ratonesca del título de la película más reciente de Roman Polanski, estrenada en Buenos Aires la semana pasada. Ambas son películas de cineastas veteranos (82 Polanski, once menos Doillon), ambas son estrictamente coetáneas (se estrenaron casi juntas, a mediados de 2013) y ambas tratan, básicamente, de lo mismo: la relación entre los sexos como juego o guerra de poderes. En el primer tercio de Mis sesiones de lucha, la batalla es dialéctica, como en la de Polanski, y algún diálogo puede sonar demasiado escrito. Demasiado teatral. No falta alguna intrusión psicoanalítica, como la idea de él, de presentarse como sustituto del padre (que acaba de morir), para que ella pueda finalmente resolver, simbólicamente, su conflicto edípico no resuelto. La simbología asoma también, convenientemente pasada por un tamiz freudiano: ella se presenta con la cámara del padre, y él le interpreta que no puede dejar de mirar el mundo con los ojos de aquél. Ejem...Pero La piel de Venus tiene origen teatral (la obra escrita por David Ives) y no sólo no lo disimula, sino que no pretende ser otra cosa que teatro filmado. Mientras que en Mis sesiones de lucha el título pasa de lo simbólico a lo físico, y con ello se pasa también del teatro al cine. Los planos sumamente compuestos de la primera mitad, con ambos personajes (ella y él o ella y su hermana, con quien disputa cuestiones sucesorias) ocupando prolijamente sus rincones del ring, dan lugar a la batalla física entre ambos, a partir del momento en que ella se le trepa por la espalda, vaya a saber con qué intenciones. Habrá forcejeos, empujones, provocaciones, intentos de asfixia y, cómo no, alguna cachetada de él, contestada con una patada testicular que lo deja knock out.A esa altura ya no son los actores actuando para la cámara, como en el teatro filmado, sino la cámara para los actores, como en el cine. El film–psi da lugar al de acción física, llevando la pérdida de control al extremo del absurdo: él le golpea la cabeza contra la pared, ella exige trepada una sesión de sexo maratónico, ambos luchan en el barro (literalmente) o practican acrobacias posturales. La cámara se ve obligada a seguir sus cabriolas, a acortar distancias, como quien filma una sesión de videodanza o de lucha grecorromana. El fantasma del padre, los propios fantasmas del otro, borrados por el combate entre los cuerpos, el puro imperio del aquí y ahora.
La curiosa nueva película del veterano realizador francés Jacques Doillon bien puede describirse como una pieza coreográfica entre un hombre y una mujer que incluye tanto discusiones como escenas de sexo y peleas en el límite entre el juego y la agresión física. Se trata de un filme extraño en su propuesta ya que lo argumental por momentos parece casi pasar a segundo plano y uno se dedica a ver esta danza intensa de cuerpos que, casi como animales neuróticos en celo, se busca y se evade, se agrede y acaricia. O, como decían los tíos, se pelean porque se aman. Algo de eso hay en MIS SESIONES DE LUCHA, en el que Sara Forestier interpreta a una chica que vuelve a su hogar familiar tras la muerte del padre y se enreda en unos problemas con su hermana ligados a la herencia (ella quiere quedarse solo con el piano familiar, pero su hermana quieren venderlo). Pero lo más importante allí es su reencuentro con un viejo amigo, vecino, con quien tuvo un affaire nunca del todo concretado años atrás. La emocionalmente inestable chica (a la que nunca se nombra) y él (James Thierree, nieto de Charlie Chaplin) discutirán la relación entre ellos, la de ella con su padre y todo el tiempo hablarán de la posibilidad de concretar ese frustrado romance. O, al menos, algo de sexo. Las conversaciones van siempre acompañadas de algún empujón, un golpecito, una agarrada en principio juguetona. Pero mientras la tensión sexual crece y la particularmente neurótica chica empieza a intensificar cada vez más sus jugueteos físicos con el más en principio calmo muchacho, el asunto empieza a irse, literalmente, a las manos, de una manera en la que el sexo, los forcejeos y la charla erótica dura (los monólogos de ella son impublicables, digamos) van dando paso a algo cada vez más peligroso. escenas-luchaLa película es rica como ejercicio casi físico, cine entendido como cuerpos en movimiento que se circundan entre sí, se acercan y se alejan, se distancian y se buscan. Pero el filme de Doillon (EL PEQUEÑO CRIMINAL, LA PURITANA) tiene también largas escenas que bordean la psicoterapia que terminan siendo agotadoras, lo mismo que el personaje de Forestier que, por más bella y buena actriz que sea, uno preferiría tenerla a una distancia prudencial. Al menos hasta que le baje la tensión… Mitad drama romántico, mitad mezcla de película erótica con combate de taekwondo, MIS SESIONES DE LUCHA es un filme con algunos muy buenos momentos pero que pierde el rumbo más de una vez a lo largo de sus casi 100 minutos. Da la impresión que podrían evitarse todas las conversaciones sobre el padre, la familia y el pasado y dedicarse solamente a combatir y a tener sexo durante una hora. La película mejoraría bastante…