El jardín de los senderos que se bifurcan
En el cine de Raúl Ruiz conviven la realidad y las visiones, los sueños y las historias paralelas. En Misterios de Lisboa, las ramificaciones son un principio determinante: el campo de juego se extiende en el tiempo y en el espacio, las historias se multiplican y revelan constantemente nuevos personajes. El cineasta se hace cargo con una notable lucidez de la larga tradición literaria, teatral y audiovisual en la que se inscribe su película. El placer de un género popular se funde con la distancia generada por cierta ironía, movimientos de cámara extravagantes y una maravillosa inventiva visual. La mezcla de folletín romántico y precisión psicológica realista es perturbada de a poco por una visión fantástica, levemente humorística, de una sutileza raramente alcanzada en el cine. Por su ambición, su extraordinario logro artístico y su dimensión testamentaria, Misterios de Lisboa ocupa en la obra de Ruiz un lugar comparable al de Fanny y Alexander de Ingmar Bergman.
Ruiz construye un dispositivo complejo con viajes al pasado provocados por las historias que cuentan los protagonistas. Pero la técnica del flashback no es utilizada para responder a un interrogante, sino para abrir nuevos misterios. Partiendo del deseo de un niño por saber quiénes son sus padres, un sinfín de personajes de identidad vacilante se debaten entre novelas familiares, transformaciones, revancha social, redención personal, traiciones y venganza pasional. Contra los lugares comunes del cine de época, la puesta en escena está al servicio de la percepción de otro mundo secreto y paralelo. Como en una ópera wagneriana, el cineasta dispone del tiempo necesario para entrar en el universo encantado. Ruiz privilegia los planos largos, los lentos y sensuales movimientos de cámara, mientras la banda sonora arremete con una musicalidad y precisión admirables.
Misterios de Lisboa celebra el poder de la ficción conjugando la densidad y la claridad de un modo sorprendente. Las historias, las derivas y los misterios, con el romanticismo a flor de piel, atraviesan todos los temas posibles: el secreto y la sinceridad, la solidaridad y la humillación, la inocencia y la identidad. Los cambios de tono no afectan la coherencia del conjunto: los toques de humor van desde la participación de un loro hasta el sirviente que anda a los saltitos, pasando por momentos que bordean lo grotesco, como cuando el monje le ofrece al hijo el cráneo de su madre. A través de la lúdica recurrencia de los criados detrás de las puertas, ventanas y paredes, Ruiz juega con la idea de que un observador inoportuno puede espiar y ventilar los secretos. La puesta en abismo llega a su cumbre cuando filma a una pareja adultera a través de cortinas teatrales. El artificio convive con el placer y la intensidad de las narraciones. El encuadre de las pinturas dentro del plano desmiente lo que se enuncia. Como en un cuento de Borges, los eventos descriptos tal vez sean sólo una parte de las múltiples posibilidades. En el laberinto temporal, los caminos se bifurcan en una fronda infinita y vuelven a comenzar.