Experiencia religiosa
No hay muchas películas de cuatro horas y media que uno pueda ver en el cine. Mucho menos que se estrenen comercialmente. Recuerdo haber visto Love Exposure (Sono Sion, 4 horas) en un BAFICI e Historias extraordinarias (Mariano Llinás, 4 horas con 11 minutos) en el MALBA, pero nada más. Las dos fueron experiencias inolvidables. Más allá de sus virtudes, el compromiso hasta físico que requiere estar sentado en una sala a oscuras, rodeado de gente, casi sin moverse, durante tanto tiempo genera una conexión especial con lo que uno ve. Y si uno llega a hasta el final es porque lo que vio está fuera de lo común.
Hace cinco años, el sábado 16 de abril de 2011, me pasé toda la tarde en la sala 10 del Abasto mirando El misterio de Lisboa junto varios afortunados. Era el último día del BAFICI y entré a las 13.45 con curiosidad, creyendo que me iba a bastar media hora para saber de qué iba la cosa, pero ya desde la primera secuencia las imágenes me absorbieron. Salí bastante después de las 18, feliz como pocas veces me ha hecho feliz el cine.
El misterio de Lisboa ya se consigue para bajar pero es imprescindible atravesar la experiencia de verla en cine. No por los mismos motivos que los de aquellos tanques que se destacan por la ostentación de efectos especiales -aunque esta también tiene imágenes imponentes- sino por esa cosa que ya está desapareciendo: el cine como experiencia compartida, como acontecimiento presencial.
La película empieza contando la historia de João (João Arrais), un chico de 14 años que vive pupilo en un colegio de curas y no conoce su origen. Estamos en Lisboa en la primera mitad del siglo XIX, justo antes del comienzo de la guerra civil. El Padre Dinis (Adriano Luz) es su tutor y de a poco le empieza a revelar quiénes fueron sus padres. Esta revelación desata otras revelaciones y otros relatos dentro de relatos, con un coro de Scheherazades que narran historias entrelazadas de amores, duelos de honor, asesinatos y venganzas que se remontan hasta la Revolución Francesa y luego avanzan hasta varios años después de terminada la guerra civil portuguesa.
El misterio de Lisboa es un melodrama basado en una novela Camilo Castelo Branco, a quien imagino como una especie de Victor Hugo portugués. La historia tiene cosas de Los miserables y también de En busca del tiempo perdido (recordemos que Raúl Ruiz dirigió diez años antes El tiempo recobrado), pero el tono y la imagen están emparentados con Barry Lyndon. Cierta prolijidad exagerada en los cuadros, una fotografía desmesurada (hay velas, aunque Ruiz no usó una lente de la NASA) y una imagen qualité que contrasta con la ironía y el sarcasmo de la historia la emparentan con la película de Stanley Kubrick.
Pero la película de Ruiz tiene dos diferencias fundamentales: por un lado, la historia es coral y no es lineal, no hay una voz en off omnisciente sino que los narradores van cambiando y las historias se multiplican y anidan como en Las mil y una noches; y por el otro, la ironía carece del cinismo inglés de la novela de Thackeray. El misterio de Lisboa empieza como un melodrama clásico, va creciendo en intensidad hasta alcanzar niveles casi paródicos, pero al final termina emocionando, porque Ruiz -o Castelo Branco, o el guionista Carlos Saboga, o los tres- siente cariño y respeto por sus personajes, aún por los más ridículos, aún por los más villanos.
Ví El misterio de Lisboa en una sala de cine hace cinco años y volví a verla ayer en mi casa para poder escribir esta reseña. La magia en el living está intacta. La película se apodera de nosotros porque aunque su ritmo es sereno, cada plano cuenta algo, cada escena hace avanzar la acción, cada movimiento de cámara está destinado a que no saquemos los ojos del rectángulo. Pero ahora que se estrena en las salas (BAMA, MALBA y Artemultiplex), perderse la oportunidad de pasar una tarde a oscuras con una veintena de personajes apasionados es un despropósito.