Un anómalo folletín de época.
Raúl Ruiz decidió filmar este novelón decimonónico barato sin ironías ni parodia, dando por cierta cada vuelta de campana del azar. De ese modo pone al espectador frente a un efecto de máxima extrañeza y disociación entre la lógica y el tono del film.
Obra anómala dentro de una obra anómala, Misterios de Lisboa cierra con clásica elegancia la filmografía de un cineasta de ruptura. A lo largo de 117 cortos, medios, largos, films de ficción, documentales y trabajos para televisión desarrollados a lo largo de cuatro décadas en dos continentes, el chileno radicado en Francia Raúl (o Raoul) Ruiz desestructuró el relato cinematográfico, lo enrevesó, bifurcó y multiplicó, lo desdramatizó y llenó de símbolos y alegorías, lo vació deliberadamente de una lógica racional para sumirlo en una lógica onírica, bombardeó el clasicismo a base de barroquismo formal y manierismo, subvirtió el naturalismo a puro artificio, postuló el cine no como una busca de verdad sino como puro juego intelectual, teorizó encarnizadamente en contra de los principios aristotélicos. Como una gigantesca broma final, toda esa anarquía de combate, todos esos gestos de ruptura, iniciados con un primer corto a los 22 años, vienen a culminar, cuarenta y siete años más tarde, con un film de época basado en una novela-río decimonónica, que a simple vista parecería una de esas películas académicas de ropajes, hermosas vistas y decorados. Sólo a simple vista: el de Ruiz siempre fue un cine en el que las apariencias engañan.
En primer lugar, Los misterios de Lisboa, de Camilo Castelo Branco, no es una novela sino un novelón. Un folletín por entregas. Esto es: literatura pulp, bastarda, en la que las costuras del relato no se disimulan sino que quedan bien a la vista. Lo contrario de la qualité a la que suele aspirar el cine de época. Y eso es justamente lo que le interesó a Ruiz cuando su productor de (casi) toda la vida, Paulo Branco, le propuso filmarla (ver entrevista). Ruiz quería filmar un folletín y le pusieron un folletín en las manos. Folletín que, como el propio realizador explica, abusa del recurso de las paternidades sorpresivas. Abusa, por lo tanto, de la inverosimilitud. Ahora bien, y esto es lo más disruptivo, Ruiz decidió filmar este novelón de huérfanos que no son tales, identidades cambiantes, personajes asombrosamente ubicuos, vueltas de campana del azar y vidas que parecen contener demasiadas vidas en una sola con la máxima seriedad, sin ironías ni parodia. Dando todo por cierto, naturalizándolo. Lo cual pone al escéptico espectador contemporáneo ante un efecto de máxima extrañeza, en estado de disociación permanente entre lo que le indica la lógica y lo que el tono de la película señala. Una versión atenuada, casi imperceptible, de los ataques a la razón practicados por Ruiz a lo largo de su carrera.
Otra decisión estética mayúscula es el lugar donde se planta la cámara, a gran distancia de la acción. Algo semejante a los films de la fase media de Hou Hsiao Hsien. Planos cortos hay, pero son escasos. La consecuencia dramática de esta planificación es obvia: distanciamiento. En este plano, Ruiz va en contra de la novela, donde registra “páginas en las que se llora hasta tres veces”. A Ruiz no le importa cuánto se llore, no le importa demasiado el costado sentimental, aunque no deje de empatizar íntimamente con algunos personajes, a los que sí les dedica primeros planos: el protagonista, cuando es chico y cree llamarse Joâo, y su madre, en todo momento. Con el padre Dinis, que bien podría considerarse un segundo protagonista y hasta podría discutirse si no es el primero, tiene otra clase de empatía. Dinis y su historia de niño huérfano adoptado, hijo también de un padre al que no conoce, con un pasado de joven licencioso (ambos, él y su padre adoptivo), de artista del disfraz y de soldado de Napoleón, además de su permanente disponibilidad a la intermediación y negociación, representan el costado aventurero-descabellado de la novela, el costado Conde de Montecristo, que magnetiza al realizador y le permite desmelenarse a gusto. Pero siempre con ese mismo tono calmo, contenido, autocontrolado de toda la película. Tono que es a su vez el del cura, reforzando la identificación mutua entre el relato y él.
Con total autoconciencia, Ruiz se permite introducir una referencia a Dinis como encarnación de la omnisciencia de la novela decimonónica: “Sé casi todo”, dice en un momento. “Hay en la vida acasos y coincidencias tan extravagantes que a ningún novelista se le ocurriría inventarlos”, se permite comentar a su vez el relato off, ahora sí con la ironía más desfachatada. Nada de la contención clásica tiene, por cierto, la arborescente proliferación narrativa, típica de Ruiz, con tramas y subtramas saltando como resortes desde cualquier rincón de la narración. Incluyendo un clásico del realizador: el racconto dentro del racconto. El efecto (buscado) es una suerte de mareo narrativo, en el que en más de un momento el espectador se pierde, no sabe bien en qué relato o tiempo narrativo estaba. Allí tiene la opción de recapitular mentalmente para retomar el hilo o simplemente dejarse llevar. Como en los sueños: no por nada uno de los ídolos de Ruiz fue Buñuel, otro hispanohablante anómalo.